2. Las memorias como género literario: concepto, generalidades

   

2.6. a) Infancia

 

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Los zapatos sólo están impecables el día de su estreno: con el paso del tiempo dejan de hacernos daño, pero simultáneamente pierden lustre. Quizá esta especie de ley de la vida[1] sea la línea de salida en la desenfrenada carrera que es nuestra existencia. Cuando un@ tiene prisa, todo lo contrario va mucho más despacio.

La relatividad de todo lo absoluto hace que los niños lo vean inmenso. De ahí que aprender a dominar el mundo conlleve cierto desencanto: es la desilusión de lo controlable[2], de cuanto a nuestro alrededor encoge, mengua. Es el aprendizaje de la divinidad vacía, del concepto protector desmoronándose: la vida desnuda, el final de Dios y del padre. En tiempos sólo fui el semen de mi padre, el óvulo de mi madre…  esto es una gran lección de humildad.

Siempre es mejor una infancia a destiempo. Ser un niño con paciencia, aunque con ligera cara de hastío, para después ser un adulto feliz o al menos satisfecho. Un niño esperando años más propicios y acordes con la propia madurez precoz…

No se elige la edad que uno tiene y (por desgracia) la mayor parte de la vida de una persona no transcurre en la infancia.

El niño con gesto adusto y la mirada propedéutica es una inversión que aventajará el día del juicio final de la vida del individuo, cuando el balance. Por delante de esa otra persona, por encima de ese niño alternativo, complacido y satisfecho que todos alguna vez hemos conocido. Ése del que años más adelante hemos reconocido su gesto, rastreándolo en el hierático desencanto de un adulto frustrado: el que ya sólo tendrá la patria de la niñez como paraíso perdido, pero nunca el Edén de la existencia auténtica. Siempre es mejor eso que una madurez infantiloide, porque la espera no traerá el pasado ¡qué va!


 

[1] Nunca enunciada o escrita, ni tan siquiera de forma relativa.

[2] La ausencia de magia necesaria para que exista cualquier ciencia, en palabras de Mario Bunge.

 

Sonido

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