3. Mis memorias: declaración desnuda de intenciones; objetivos

   

3.3. d)

El tiempo ha pasado por nosotros

 

042

 

¿CÓMO ERA?

En mi juventud padecí de agorafilia: irrefrenable tendencia a vivir en la palestra, con todo lo que esto significa. Entonces ignoraba ser el protagonista de mis futuras Malas memorias, simplemente investigaba infinidad de jardines con senderos que se bifurcan: como en el laberinto de Teseo, pero sin ayuda de Ariadna ni de Borges. Perdido sin duda en semejante océano de posibilidades, naufragando sin remedio.

Pero hace casi 40 años que me percaté de la gran conspiración permanente en la que vivimos: una estratagema para tener al conjunto de la población constantemente deprimido. Así que desde entonces no he vuelto a deprimirme: llámenme paranoico si quieren, pero no me encontrarán enfrente si desean jugar conmigo a ese juego. He ido sobreviviendo con la esperanza de que llegara alguna vez un día como el de hoy, en el que Dios me da igual: a mí, que leí a Unamuno y tantos otros atormentados, que participé desde y hasta la médula de semejantes problemas sin solución. Afortunadamente he sido tocado con un privilegio: traspasar semejante umbral.

¿QUÉ ME PROPUSE?

Me impuse a mí mismo el desmesurado trabajo de zambullirme en la Nada sólo para poder salir después. Cada día que me encontraba en esta encrucijada, me decía a mí mismo: “Salir de la Nada. ¿Y si nunca llegara a conseguirlo, si no saliera jamás?”

Que no se diga que no he sabido elegir mi destino. La etapa, tan imprescindible como superada, es la Historia: estas páginas lo demuestran, lo corroboran. Son la prueba irrefutable, el corolario palpable y objetivo de cuanto he conseguido… algo que sólo es la primera etapa del futuro.

¿QUÉ HA PASADO?

A pesar de que mi existencia ha devenido material, es sólo espiritual: y volverá a serlo tarde o temprano.

Como generación, como colectivo tengo la ligera sospecha[1] de que nos hemos convertido en “señores” como una vez vimos que lo eran nuestros padres; algo así como una seriedad irremediable que nos hubiera invadido, aunque sólo sea a ojos de nuestros hijos. Una situación que jamás imaginé que pudiera producirse, por resultarme tan ajeno aquel mundo de adultos con su trabajo, sus obligaciones y su lugar en la sociedad.

Quizá seamos realmente “señores”, pero la sospecha me transforma en algo ajeno para mí mismo: una figura referente para otros y al mismo tiempo un desconocido en mi propio yo. A pesar de todo, es una etapa que ya quedó atrás; la nostalgia no me duele… o puede ser que con el paso del tiempo he acabado acostumbrándome al dolor.

El que sembla gairebé un misteri: cóm hem sobreviscut fins ara? I el que és més important... cóm ho farem per sobreviure a partir d’aquest moment?[2] El misterio, sin embargo, es distinto. Con mi manera de ser, ¿cómo he podido sobrevivir tantos años a circunstancias tan favorables para mi aniquilación? La respuesta al misterio no puede ser otra que la carcajada: el lugar donde guardo las flechas de la risa, capaces de vencer cualquier batalla.

A fuerza de reírme se van acentuando mis surcos nasogenianos, esas arrugas que asemejan mi rostro al del muñeco del ventrílocuo; se trata de surcos labrados por el tiempo sobre la tierra estéril de mi rostro. Puede que de mis ojos salten chispas cualquier noche propicia, es cierto… pero no lo es menos que la orografía de mi cráneo es una lección geológica que acerca mis accidentes a las ciencias más inexactas que conozco.

Soy el ejemplo de la biología por antonomasia: un cuerpo venido a menos cuyo fondo se enriquece gracias al depauperado físico.

Tras mi espalda busco desde hace más de 30 años la mano de Dios haciéndome hombre, pero sólo encuentro la mía que rasca virutas de naftalina. El serrín rancio de mi falso cráneo se pregunta con insistencia por qué a este muñecoide le salen canas.

Sobre mis logros, sólo cabe hacer un balance positivo: aunque es cierto que me fui dando un portazo… para ser yo, sólo podía marcharme así. Ellos habían puesto en mí sus idealizaciones y sus frustraciones, convirtiéndome en reducto de sus maltrechos sueños. ¡Como si yo tuviera alguna deuda con sus otras vidas imposibles o con su pasado!

Entonces sólo me quedaba romper al ídolo, destruir el reducto de su esperanza. “Bueno”, pensaban de mí, “siempre está él, un referente de lo que es el ‘deber ser’, incorruptible”. ¡Como si yo tuviera alguna deuda con la autenticidad! ¡como si fuera el obligado resistente!

Me miraban desde su impotencia, desde su “sin-vuelta-atrás”; por eso el pago correspondiente a tanta ternura barata, a tanta chapuza existencial, tenía que ser éste: traicionar a los traidores.

Ahora no tienen sueños, no les sirvo como imagen recurrente cada vez que necesitan un dios: ahora ya saben cómo se siente un traicionado.

A veces (en la ducha) me pregunto qué habrá sido de toda esa gente… si leyeran estas Malas memorias quizá pensarían que el único sentido de su vida ha sido formar parte de las páginas que siguen… y puede que estuvieran en lo cierto, tal como se encuentran: perdidos en la inmensidad gris de esta sociedad amorfa, cuyas únicas pretensiones se resumen en la supervivencia sobre la superficie.

Esperan que esta realidad en la que nos ha tocado vivir despierte algún incierto día, que encuentre su verdadera esencia: más allá de mercachifles y políticos[3]. Que la realidad se convierta en un hogar donde poder dar rienda suelta a la creatividad. Una marea que nos lleve a través de tendencias de autenticidad, como hicimos entonces: pero aquel microcosmos ocultaba esta gran hipocresía que resulta ser la edad adulta.

En ella todos son otra cosa, todos están esperando tiempos mejores. Pero no llegarán si no los construyen y por tanto se están consumiendo en posibilidades imposibles.

¿Por qué escribo esto? ¿Acaso me ha nombrado alguien cronista oficial de una época, como se nombran los de una villa? Acaso sea una terapia combustible que me he propuesto, un corolario de bonzo irrepetible… en parte por resistencia y otro poco por reducción al absurdo.

Quizá en estas páginas, en esta duda, ya sólo viven fantasmas: energías que un día circularon por el planeta, llenas de sueños; pero ahora sólo son muertos vivientes. “Ectoplastas”[4], espectros que habitan mi imaginación y quieren convertirse en letras: una imaginación deformante como los espejos del callejón del gato[5], creadora de esperpentos.

Quizá les utilizo a todos, igual que se utilizan los recuerdos: como terapia constante para sobrevivir en el infierno.


 

[1] O el temor, no sé muy bien.

[2] Lo que parece casi un misterio: ¿cómo hemos sobrevivido hasta ahora? Y lo que es más importante… ¿cómo lo haremos para sobrevivir a partir de este momento?

En català en el original.

[3] ¿Acaso no son lo mismo?

[4] Neologismo que integra plasta + ectoplasma.

[5] Tal como aparecen en Luces de bohemia, de Valle-Inclán.

 

Sonido

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