3. Mis memorias: declaración desnuda de intenciones; objetivos

   

3.4. a)

Mujeres con nombre de cinco o seis letras

 

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Hay algo erótico en el recuerdo. La infinita cantidad de polvos que nunca eché lo llena todo.

Y el pasado, así, se convierte en una población de ausencias, de hipótesis no verificadas: en la memoria veo desfilar todas las femeninas esencias que tendría que haber capturado en misu adolescencia… las que desde mi visión egoísta deberían haber llenado mi pasado y sólo fueron deseo.

Desear no tiene límites, por eso atrapa… pero el deseo también por eso mismo conquista. Con semejante cantidad de armas a su servicio, tiene garantizada la victoria. Mi incapacidad para acceder al mundo femenino no fue “falta de stock”, sino “error de marketing”. Sólo queda declararse derrotado, obrar en consecuencia y dedicar toda la vida a perseguir esencias que sólo están en nuestra deformada interpretación de la realidad.

Ingenuamente me consolaba pensando: “Algún día los tíos como yo estaremos de moda”; me negaba a admitir esa soledad que acompaña la unicidad. Sin embargo, sabía que eso jamás llegaría a ocurrir, porque la tendencia más bien era la contraria: como si hubiera nacido demasiado tarde.

Mi gran error con las chicas siempre ha sido confundir posibilidad con probabilidad: hasta zambullirme en intenciones y ahogarme con ese agua que se escapa entre los dedos, como las lágrimas o el mar. Declararme vencido antes de que empiece la guerra; muy a mi pesar, la mía es una historia de contención contra mi voluntad promiscua. Mi pasado, repleto de todas aquellas mujeres a las que poseí entre sueños sin que llegaran a habitar ninguno de mis sueños… en cuanto puedo, cierro los ojos. Idealizadas, pensaba de cada una de ellas: podría amar a otras tanto, pero no como a ti.

Semejante panorama de abstracción, de sublimación de la materia más allá de los cuerpos, significa despersonificación, entrega al sentimiento: pero no a las personas… ni siquiera a uno mismo. Quizá en esto resida la raíz de mis fracasos, porque probablemente yo irradiaba o ellas intuían una entrega despersonificada. Por todo esto a muchas doncellas tengo que agradecerles un amargo favor: el de haberme deleitado con sus labios para después desaparecer de mi vida, dejando el rastro estelar de su silueta… como una vereda. Con esa sabia sinrazón que me otorgaba simultáneamente libertad y dulzura, dejándome las manos vacías, muy a mi pesar. La materia se me quedaba corta, porque hablamos de intercambio de universos enteros, más allá del contacto entre cuerpos[1] y los apellidos correspondientes.

Era sin duda un ejemplo del clásico esquema: conflicto atracción-repulsión. Si hubiera sabido formalizarlo en palabras, probablemente habría dicho: “si te enrollas conmigo, me vuelvo aburrido. El esfuerzo me da ingenio, me motiva”. Por eso mi desfile por la vida era una sucesión de posibilidades no conjugadas, de puertas que iban quedando abiertas y jamás se cerraban.

Éste era el motivo por el que me invadía una sensación de amenaza constante: en cualquier momento podría haber aparecido sin miramientos alguna mujer de mi pasado, que hubiera esperado agazapada las circunstancias propicias para penetrar en mi vida… presta a desmoronarse como un castillo de naipes. Aunque nunca lo hizo chica alguna, yo cumplía las condiciones necesarias para que hubiera sido así: para que hubiera llegado la debacle.

Por fortuna a lo largo de mi vida he encontrado mujeres tan castas como inaccesibles… incluso para un casto. Esto viene a significar que ni por oposición resulta cierto que la afirmación de Remy de Gourmont[2] traiga aparejada la lascivia en los hechos. Cuanto más aberración, más plegada sobre sí misma, más encajonada en unos principios tan recursivos como incomprensibles. Así es la castidad: claustrofóbica y blindada incluso para los psicoanalistas.

Acercarse al precipicio sólo por la curiosidad, la necesidad o el placer de contemplar cómo es el vacío: esta llamada (que siente alguien que no es un suicida) tiene su paralelismo en el sexo. La carne cercana, la penetración o el placer ahí mismo, pero tan lejos… parece una tortura que uno (masoquista) se infligiera a sí mismo sólo por conseguir un sufrimiento que se quiere insuperable.

Buscando un símil, digamos que a lo largo de todas mis aventuras amorosas de la juventud, padecí una especie de axioma que me impuse gratuitamente: llegar hasta el borde del precipicio, contemplar el abismo y sobrevivir… sin llegar a caer jamás. Podemos llamarlo metafóricamente “fimosis metafísica”, puesto que su resultado era idéntico: la imposibilidad de consumar el encuentro. Sin embargo no había razón alguna de carácter anatómico para que los hechos se sucedieran así.

El conjunto deja una idea frustrante: la de pensar que algo podría haber ocurrido y sin embargo había una barrera que lo impedía, un muro mental; pero sólo así el mundo de las posibilidades podía seguir siendo infinito. Sólo así podían continuar abiertas todas las puertas, aunque por lo general llegara antes el aburrimiento de las mismas, el abandono por parte de las interesadas/interesantes. Ante mis ojos resultaba indiferente, porque descubierto ya ese universo, estaba deseando zambullirme en el siguiente.

Llámese promiscuidad o como se quiera; lo cierto es que resultaba la llave de la libertad más absoluta como la peor maldición que pudiera caer sobre alguien como yo entonces: “amante del tiempo de los intentos”[3].

Los escarceos sexuales eran practicados por mí como juegos de cachorro: preparatorios de un futuro serio, intuido pero desconocido. Así como las crías de león juegan, ensayando lo que serán sus futuras peleas, mis pajas sólo eran propedéutica de nuestros polvos por venir. Sólo ensayos, ejercicios de ausencia.


 

[1] Que sólo tocan su capa más externa de electrones.

[2] “De todas las aberraciones sexuales, la más singular tal vez sea la castidad.”

[3] Sólo el amor, canción de Silvio Rodríguez.

 

Sonido

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