5. Análisis del entorno

 

5.4. Paisaje

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¿Quién nos iba a decir en los ’80 que 2020 sería así? Un breve repaso cronológico-ideológico sería éste:

Los ’40: prehistoria.

Los ’50: cavernícolas.

Los ’60: esperanza.

Los ’70: niñez.

Los ’80: pubertad, adolescencia y juventud.

Los ’90: crecimiento.

Los ’00: madurez.

Los ’10: expectativa.

Los ’20: …

Fuimos pasando poco a poco desde la cosmología hasta el egocentrismo, delegando nuestras esperanzas con una confianza que sólo poseen los neófitos. La evolución del conjunto ha sido pésima, pues ahora mismo sólo somos barquichuelas a merced de los mercados, abandonada ya cualquier humanidad posible como atributo: somos esperanzas sin futuro, sin esperanza.

Aquí seguimos en los ’20, aguardando a ver qué pasa: confiando en las bondades de la globalización, mientras vemos que todo se repite y desaparece la esperanza de los ’60 en una jungla sin remedio.

Recuerdo ahora los ’80 y los ’90: nos hemos ido dejando pasar el tiempo casi sin darnos cuenta, sin terminar de pararles los pies a todos estos impresentables que nos han seguido dirigiendo desde entonces y lo harán aún por más tiempo. Casi podríamos caer en la fácil tentación de autoculparnos por no haber enfrentado las cosas y atajarlas antes de pasar a otras cuestiones, pero cada día desde siempre hemos tenido algo que nos ha impedido la dedicación exclusiva. Como si la vida se nos quedara corta y no pudiéramos alcanzar un objetivo nítido. Dejar de intentarlo por miedo al fracaso ya es fracasar en esencia, abandonarlo por miedo al éxito es una reacción de pusilánimes. Era el mejor espejismo de todos, así que nadie podrá reprocharnos que nos hayamos equivocado… como tampoco que llegáramos a apostarlo todo, aunque hayamos perdido sin remedio.

Eran también sábados amorfos, como hoy; de ésos que te empujan a la calle… aunque sabes que no está en ella lo que buscas: armonía, paz, amor ¡qué sé yo! Se puede huir de todas partes menos de la calle… ahora, en mi despacho siempre huele a sábado por la noche.

En aquellos tiempos melancólicos reinaba en nuestras calles continuamente la lluvia, convirtiendo Samarcanda en una suerte de Montmartre redivivo. La nostalgia sin objeto se adueñaba de las noches como un llanto permanente por unos tiempos no ya perdidos… sino nunca vividos. ¿Qué días había viento? ¿Cuáles niebla? El clima era tan secundario en los ’80… Aromas de Borkum Riff.

Agazapada tras la música, perviviendo en los reflejos del empedrado… había un alma cautiva de la tristeza; los guiños de las farolas anaranjadas, entre la niebla y el frío… a la noche nos regalaban el calor de nuestro propio cuerpo, deambulando solitario por un paisaje incomprensible y bello, casi gótico. Los mismos guiños/guiñoles que se escondían entre las páginas de los sudamericanos cuyo estilo era nuestro credo descreído.

La atmósfera se llenaba de trascendencias para llenar nuestros pulmones de esa militancia de la lluvia: la soledad y su opuesto. Discurrir como una lágrima por los cristales del suelo y la noche, no era entonces más que un corolario de este universo. Embrión que nace de todas las injusticias, de sus luchas impotentes contra los muros milenarios de los monstruos universitarios; el microcosmos de mezquindades y de intereses viles que puebla esta faz se amplifica en las cavernas interiores, ya para siempre impregnadas de esas estéticas alternativas tan caras a semejantes espíritus.

La invasión del desencanto en todas las células, la desilusión desembarcando en cada poro: aprender a convivir con el monstruo que todos llevamos dentro y practicar la autodestrucción; mortificarse por la impotencia de ser incapaz de transformar el mundo. Que se tambalee bajo los (d)efectos del alcohol sí, pero nada más: aprender a conmorir a cada instante en cada gesto, en cada enajenación de humores externos o internos. Romper los esquemas y las costumbres, no hacer lo que se supone se debe: no ser, para autoafirmarse.

Las noches eran eso: gente circulando por ahí, llenando las calles oscuras con sus historias de amor y desparpajo. Un movimiento descontrolado que respondía a un orden interno, casi esotérico, de atracción de fuerzas cósmicas; a veces los individuos se entrecruzaban sin mirarse, cada uno atento a su destino e ignorando una coincidencia casual que resultaba irrelevante. Otras veces, en cambio, el cruce se integraba en el destino mismo y la noche terminaba en reyerta o ligue…

Todo esto era inconsciente: no sabíamos que la calle era nuestra y la noche también, pero nos resultaba indiferente. Nuestros movimientos obedecían casi a un guión predeterminado que sufríamos o disfrutábamos, pero lo desconocíamos. Los encuentros eran innumerables, casi tanto como los desencuentros: se iba tejiendo una especie de tupida red interrelacionada, aunque cada uno de nosotros ignoraba su Destino. No teníamos planes, se trataba de un camino con tanta maleza alrededor que descubríamos el siguiente paso sólo cuando ya lo habíamos dado. Tampoco importaba mucho semejante incertidumbre, porque era la aventura cotidiana del autodescubrimiento, esa eterna provisionalidad que convierte el devenir en dinámico: lo único fijo es lo cambiante.

Nuestros valores eran sólidos, sin embargo… aunque casi siempre formulados en ausencia de discurso. No era necesario decir, pues haciendo ya podía interpretarse nuestro credo a través de nuestros actos: amábamos aquellos acontecimientos que nos permitían ostentar semejantes creencias internas, que nos permitían hacerlas públicas, externalizarlas. Un amor que se extendía a las personas más allá de la materia, sin convencionalismos hippies ni jerigonzas parroquiales. Amor laico, sin principios, en estado puro: más allá de toda clasificación científica.

La noche estaba entre nosotros con esa carita de asco que a todos nos gusta tanto.

 

Sonido

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