El Baño’s era un territorio prohibido para mis ojos de adolescente. Para alguien que ha sido educado en el temor a lo marginal y lo problemático.

En aquella época, allá por el ’80, había una frontera invisible que dejaba fuera de mi mundo toda una zona en la que, según decían, se movía el universo de la droga y cuanto lleva aparejado: delincuencia, violencia física y peligros de todo tipo.

Esto era lo que representaba el Baño’s: un bar de cerveza y porros, que precisamente por estar metido en la zona antigua de Samarcanda resultaba un refugio para la gente de mi edad, alrededor de los 16: sabían que allí no podían aparecer en cualquier momento los padres. Por lo tanto se trataba de un paraíso para beber cervezas y fumar porros… aunque también circulaban por aquellos sitos drogas más duras que a veces enganchaban a los incautos pipiolos: hasta arruinarles la vida a ellos y por extensión también a todos sus familiares.

Alguna vez más adelante, pasados ya los 18, estuve por el Baño’s y sus alrededores, circulando como un alma en pena que tuviera alguna asignatura pendiente. La sensación que me dio fue que, salvo la cerveza y las chicas, por allí no había nada que mereciese la pena. Eso sí: había gente resolviendo problemas a mamporros, como si eso estuviese a la orden del día por la zona… para mí, razón suficiente para no volver a pisarla.

De hecho el Baño’s, con sus luces amarillentas y su cartel marrón de letras doradas, parecía advertirme con su presencia: de lo bien que había hecho no gastando mi tiempo en semejante mamarrachada. Recordaba cómo los lunes, en el Instituto Tele Visión, las chicas llegaban hablando de a quién habían encontrado y qué habían hecho en el Baño’s el fin de semana. Yo lo oía sin envidia, lo escuchaba casi involuntariamente, como quien oye hablar de países remotos, pensando: “Algún día iré, pero no será a vivir… sino de vacaciones”.