Cacharro

Disco

 

Samarcanda

´79

´81

 652

             

 

Creo que ni siquiera llegué a entrar en Cacharro, aquella discoteca emblemática de principios de los ’80 famosa en los comentarios cotidianos de toda la ciudad. Yo era muy pequeño, pero el nombre de Cacharro resonaba en el interior de mi cabeza con una fuerza inusitada, a caballo entre el misterio, la seducción y el miedo… porque era lugar de referencia de la juventud de la época.

Tener amigos, salir a divertirse y no ir a Cacharro era algo cojo: aquel local significaba una piedra de toque en las almas necesitadas de fiesta. Aunque por lo que sé ahora y por las informaciones que me llegaron durante aquellos años, Cacharro debía de ser un sitio en el que confluían mundos de lo más variopinto, cuando no contrapuestos.

Como lugar imprescindible en la época, imagino que tenía todos los elementos que dan lugar a un explosivo: juventud, drogas, comercio carnal, alcohol y todo cuanto este universo delimita a su alrededor. Eran los primeros años tras la dictadura, los diferentes colectivos buscaban recolocarse socialmente en el nuevo panorama… esta etapa de acomodación, lógicamente, tenía sus fricciones: en principio ninguno de los colectivos implicados estaba dispuesto a renunciar a nada.

Ajustes de intereses que muchas veces significaban episodios violentos, ajustes de cuentas a los que Cacharro no era lugar ajeno: más bien lo contrario, porque hubo una temporada que se hicieron famosas las peleas en su interior. Al más puro estilo de las películas del oeste, la opinión pública pintaba aquello de una forma trágica: peleas multitudinarias que incluían reyertas a navajazos, sangre por lavabos y todas partes… violencia sin límites: por supuesto mobiliario roto, así como destrozos de todo tipo, tanto materiales como personales.

Según parece, allí se juntaban colectivos de lo más problemático y enfrentado… que al mezclarse en Cacharro se convertían en una bomba de relojería: desde grupos políticos radicales[1] hasta familias gitanas, pasando por los imprescindibles submundos de la prostitución y la droga.

En otras palabras, todo aquello que es teóricamente indeseable pero constituye una gran base de la hipócrita sociedad contemporánea. Por eso Cacharro era un sitio tan prohibitivo como atractivo, con ese magnetismo que posee cuanto está en el límite: aunque sólo sea por la necesidad que tiene el individuo de acercarse hasta el abismo, para comprobar la profundidad y reafirmarse en el alejamiento del mismo.

Finalmente Cacharro cerró sus puertas a finales de los ’80 y se transformó en otra cosa que después a su vez ha continuado una metamorfosis acorde con los tiempos. En la memoria se me aparece similar al interior de un patio, una corrala flamenca, atestada de gente bailando y bebiendo, descontrolada. Intuyo que es una idealización alucinada, provocada por la imaginación de entonces, adolescente, con tantas inquietudes como temores.

Durante unos años Cacharro encarnó para mi mente ese lugar mítico al que nos dicen que no debemos acercarnos. Sin embargo (o quizá por eso mismo) nos atrae irrefrenablemente. El solo hecho de imaginar el local: oscuro, lleno de peligros, amenazante… ya me provocaba remordimientos en la tranquilidad del aislamiento, del domicilio inofensivo. Quizás la inquietud provocada por saber que de alguna manera era el futuro que me esperaba, paciente… porque Cacharro representaba eso: la necesidad de salir del cascarón, con todo lo que ello lleva aparejado. Un conflicto de atracción-repulsión.

 


 



[1] Entonces muy en boga.

 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
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