Naranja y fresa   Disco   Samarcanda    ´83   ´85     452

             

 

Más que una discoteca, Naranja y fresa era una tontería. Al menos para nosotros, porque sólo significaba la referencia a partir de la que construir la tarde. Una excusa para cambiar el cuerpo de sitio en la ciudad, un motivo por el que moverse intelectualmente. Si es que puede llamarse así a la tontería que nos habitaba la cabeza… No sé, algo traído por los pelos, sin ningún sentido. Desconozco a quién se le había ocurrido y continuábamos haciendolo en grupo por inercia.

La cuestión era sencilla. Aprovechando que la temperatura iba descendiendo, las tardes del verano se oscurecían y apagaban, resultaban transitables. Era la hora de bajar a Naranja y fresa: uno solo, en pareja o en grupo. Éste era el ritual que cada tarde, sobre las 6, desplegaba la pandilla del barrio, agrupada alrededor de La ofi.

En principio creo recordar que el ritual arrancaba de la sección femenina (con perdón) de la pandilla. Algún objetivo masculino y ajeno debía de existir en el origen de una costumbre que era más que nada contemplativa. No sé, alguien a quien pretendía alguna de aquellas quinceañeras[1] y cuya única posibilidad de verle residía en ese rato. Pero el asunto se convertía en algo serio desde el momento en que parece ser que un dinamismo similar empujaba a innumerables pandillas del mismo pelaje que la nuestra.

En otras palabras, a aquella hora la puerta de Naranja y fresa se convertía en un hervidero hormonal de expectativas… aunque no se supiera muy bien qué era lo que tenía que pasar. Si es que en realidad debía ocurrir algo, que nunca llegaba a suceder. Lo más curioso es que la peregrinación no era a la discoteca en sí, al menos en la mayoría de los casos. Al igual que sucede en las pasarelas, allí se estaba pendiente de quién entraba y salía de Naranja y fresa. Pero la gran mayoría de los allí reunidos, incluidos nosotros… una vez transcurridas las horas más animadas, de más movimiento –de 7 a 10– nos volvíamos a casa sin haber hecho nada que tuviera que ver con la discoteca misma, sólo mirar la puerta.

Claro, aprovechando que estábamos allí, con la excusa del calor y las relaciones sociales, consumíamos cervezas en los bares de los alrededores. Pero en la calle. Es lo que ahora se llamaría un botellón, aunque el alcohol no era de supermercado como en la actualidad, sino procedente de los bares cercanos.

Se trata de una costumbre ancestral. Los rituales de cortejo. En otros tiempos uno de los clásicos consistía en dar vueltas a la plaza: ellos con movimiento dextrógiro y ellas levógiro, de forma que los encuentros se sucedían preludiando algo más que después ocurría o no. Para nuestra generación, el ritual se había transformado en una mera peregrinación de carne a la puerta de Naranja y fresa. Ya puede imaginarse fácilmente el contenido de las conversaciones y las horas eternas que duraba la cadencia. En el fondo, al final, todo se reducía a un mero trato entre nosotros mismos, la pandilla de La ofi, pero en un entorno diferente. Con ilusión (óptica) de otro paisaje.

Un aburrimiento sólo desterrado del horizonte por la posibilidad siempre remota de que hubiera algún tipo de relación, algún rollo, entre los miembros y las miembras de nuestra propia pandilla.

Por fortuna posteriormente todo aquello desapareció de mi vida… Aquella sensación de pérdida de tiempo sólo se comprende de forma narrativa. Años más tarde, cuando por fin entré realmente en Naranja y fresa, resultó ser una discoteca tan normal como aburrida. Aquellas visitas sólo eran absurdeces de adolescentes… rituales vacíos con los que llenar el tiempo.




[1] Aproximadamente era el ’83, así que yo andaba por los 18.

 

 

Sonido

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