Humphrey

Pub

 

Samarcanda

´87

´93

000

             

La decoración del Humphrey era impersonal, aunque pretendidamente modernilla. Algún cuadro recordaba lejanamente a Andy Warhol, pero no lo suficiente como para que se le pudieran reclamar derechos de autor al establecimiento. Predominaba un color ocre claro, repulsivamente semejante al amarillo; las luces blanquecinas hacían el resto entre algún toque negro con pretensiones de elegancia… no conseguida.

En la placita en la que estaba ubicado el Humphrey también se ubicaba un garito infame que vendía alcohol de garrafa disfrazado con la forma y la excusa de los chupitos, de moda entonces: en él, por un mísero precio los adolescentes se ponían hasta las trancas de aquel mejunje infumable y tóxico de mil sabores diferentes. Esto hacía que la clientela del Humphrey, ya de por sí algo cutrilla, se mezclara a la puerta con quinceañeros de todo pelaje que sólo buscaban la enajenación etílica: es decir, olvidarse de ese “yo” del que dudaban para sumergirse en la piscina interior de aquel formol que les diluía el cerebro… casi una metáfora de autopsia.

En todo caso, los habituales del Humphrey se distinguían entre ellos gracias a la indumentaria y la verdad: ninguna de ambos colectivos tenía nada que ver con la chusma que estaba al lado. También estaba la música, claro: ¿quién podría confundir el infame ruido que salía de allí al lado con la selecta música que (según los clientes habituales) emanaba del Humphrey? En definitiva, juntos pero no revueltos.

Todo ello queda diáfana y cristalinamente reflejado en la anécdota que referiré a continuación: viene a ser así un espejo del tiempo en el que perfilar la silueta de toda una época. Por casualidad me encontraba yo en el Humphrey, bebiendo una cerveza y acompañado del Lelo… probablemente ultimando detalles de un negocio compartido denominado ¿Dónde vamos? que finalmente se fue al garete: pero ésta es otra historia. Aquella noche, en el umbral del Humphrey, a caballo entre la calle, el pub y el infame garito de la parcela contigua: el Lelo soltó una de sus tonterías con ínfulas megalómanas que resumen a la perfección el espíritu de toda aquella vorágine de vacuidades. Comentábamos algo acerca de la música que sonaba en aquel momento… hablando del intérprete de la misma, soltó sin sonrojo la histórica frase: “Prince es el Mozart de los ‘90”.

Así, tal cual, lo juro. Tan lapidario como absurdo o lejos de las coordenadas de la realidad; con toda seguridad se limitaba a repetir la tontería, escuchada en cualquier emisora de radio de las que a él le gustaban… obra de cualquier locutor descerebrado. Habría hecho falta toda una tesis doctoral para demostrarle de manera incontestable que su afirmación era una chorrada objetiva, absurda y absolutamente… con mayúsculas. Y francamente, con todo y con eso: ni merecía la pena, ni estaba garantizado el éxito.

Retirarse cabizbajo a la propia conciencia, el único refugio que a uno le queda tras acontecimientos tan luctuosos, era la única posible respuesta que a mí me quedaba. Creo que después de aquel día el Humphrey ya sólo me vio de lejos… pasando ante su puerta apresuradamente, como mirando para otro lado. Disimulando para no ser confundido con la época.


 

 

 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
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