¿Qué se aprende? Pocas verdades hay tan universales como ésta: la vida es un aprendizaje continuo y constante. Uno nunca es bastante listo como para dejar de repartir pizzas.

Pero lo importante es ir aprendiendo las lecciones que nos da la vida: a través de la gente que pasa por la nuestra, cada persona con su significado único. No hay que mirar la lección como si fuera un cuadro, sino asumirla como ejercicio, implicarnos. Los recuerdos son un error si los miramos como algo ajeno o bonito, porque ¿acaso es bonito aprender trigonometría, o sintaxis?

Aproximadamente a los 10 años de edad las cosas dejan de ser extraordinarias. Con el paso del tiempo uno se apercibe de algo: el mundo interior creado durante la adolescencia[1] tiene consecuencias sobre la realidad. Su solución de continuidad se llama “mundo exterior”. Son dos ámbitos con una relación de dependencia inextricable: cualquier modificación de alguno de ellos no resultará impune sobre el otro, porque nada es vitalmente gratuito.

El paso de los años nos va enseñando que los días no son tan importantes, la sensación del recuerdo[2] va siendo sustituida por la atmósfera en la que flotan esos mismos recuerdos: envuelve cuidadosamente el episodio, como quien prepara un regalo.

Durante la juventud ¡con cuántas cosas parece que se acaba el mundo! No habría mundos suficientes para cumplir todas las amenazas. Hay que darle sedal a la vida, tiempo… porque después, cuando algo ha terminado del todo ¡qué fugaz nos parece!

En contra de lo que uno tiende a pensar cuando es joven, la felicidad no consiste en prolongar indefinidamente las situaciones de euforia. Éstas sólo son destellos, por mucho que nos desborden y nos sintamos inspirados por ellas. La vida, como algo largo y mantenido, guarda un secreto directamente relacionado con su duración: la relatividad.

[1] Nos acompañará ya toda la vida esa incomprendida frustración adolescente.

[2] Un instante sedimentado en la memoria.