Buitres &Tuna

   

 Samarcanda

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BUITRES

Ni por vocación ni por convicción: jamás llegué a pertenecer a lo que en el argot nocturno se denominaba los buitres maracandeses. Una especie que se caracterizaba principalmente por buscar encuentros sexuales fáciles y sin trascendencia con las extranjeras que recalaban en la ciudad: con la excusa del aprendizaje idiomático, aunque muchas veces la realidad era que se trataba de un turismo sexual tanto masculino como femenino, disfrazado de intercambio de culturas… en definitiva, el sexo también es cultura ¿no?

El colectivo de buitres maracandeses estaba formado por espíritus intrascendentes, generalmente incultos y despreocupados de cualquier cuestión intelectual… aunque muchas veces utilizaran este material como cebo. Por lo mismo, superficiales y hedonistas: preocupados sólo de la juerga y trasnochar[1].

Semejante colectivo a mí me producía repelús: mis contactos directos con el mismo fueron siempre a través de Valentín Hermano, íntimamente relacionado con ellos por compartir territorios. Para mí eran tan dignos de admiración como de desprecio, lo primero por el material que administraban[2] y lo segundo por su manera de gestionarlo[3].

De ahí que por lo general, cuando yo tenía alguna relación directa o indirecta con alguna chica extranjera, generalmente tendía a no intentar acercarme a ese perfil ni por soñación. Digamos que la sombra de los buitres se proyectaba sobre mi horizonte como una amenaza y una referencia por oposición.

Mi carrera de buitre maracandés sólo fue imaginaria: una noche de equívoca juerga, una chica llamada Amy Yankee me confesó amor bajo los efectos del alcohol. Otro día, mientras trabajaba en el Hotel Rana, surgió como por milagro un acercamiento inocente a una chica sueca… que quedó en nada por mi bisoñez. Finalmente, otra noche estuve jugando al perro del hortelano con una holandesa llamada Mona LUISA, a quien Valentín Hermano pretendía.

TUNA

El recorrido histórico sin duda puede (o podría) rastrearse desde hace siglos, cuando al abrigo de la UdeS también nació ese Mr. Hyde que todos los estudiantes llevaban dentro: sin duda habría resultado totalmente antinatural pretender que por dedicarse al saber uno tuviera que renunciar a los bajos instintos que se asocian, desde siempre y desde todos los puntos de vista, a la condición humana.

Eso era la Tuna: el lado oscuro que habita, anida como una larva inevitable en lo más profundo del ser humano. Incluso Empédocles puede verse como un antecedente de esta perspectiva (pesimista, si se quiere) que fatalmente se asocia al ser humano. La Historia nos regala infinitos ejemplos… baste citar el de Althusser como paradigmático, pero no único. En otras palabras, que el conocimiento y la educación no van necesariamente asociados: se puede ser simultáneamente un intelectual y un asesino, sin ir más lejos. De hecho en muchos casos la patología se acrecienta o perfecciona en el conocimiento, ahí es nada.

A otro nivel no tan trágico se mueve la Tuna: es una especie de válvula de escape para cerebros sometidos a la presión del intelecto… algo así se ha tendido a interpretar tradicionalmente. Por este motivo ha sido practicada una tolerancia más parecida a la vista gorda que a otra cosa: aunque muchas veces los desparrames de la Tuna estén más en la línea de las salvajes novatadas que en la de la experiencia aleccionadora.

Para decirlo con otras palabras, los tunos en general serían esas personas cuya profesionalidad estudiantil hace compensar: lo sublime del saber en cualquier ámbito, con los bajos instintos dejados a su albedrío a según qué horas. Una especie de efecto pendular aplicado a la conducta: esto hace que en ocasiones convivan en un mismo cuerpo y en una misma personalidad, dos facetas irreconciliables como forma de presentarse en el mundo, ante la sociedad.

Pero generalmente no se trata de crímenes, sino de desparrame: casi siempre relacionado con la alteración de los esquemas que rigen la sociedad habitualmente. Un tuno es sobre todo alguien travieso, desafiante… y en este sentido provoca simpatía o admiración, por atreverse a lo que normalmente nadie hace pero guarda entre sus inconfesables deseos.

Una especie de niño malo con uniforme, muy relacionado con la tradición picaresca: pero ponerse la capa con sus cintas de colores, empuñar una guitarra (o bandurria, o pandereta…) y empezar a desfilar entre los monumentos cantando… es ya una declaración de principios.

Todo el mundo sabe a qué atenerse en el caso de coincidir en el itinerario de la Tuna: ante todo, una escala de valores distinta a la habitual, pero que podría incluso decirse socialmente aceptada. Como todo uniforme, transforma a quien lo viste tanto como a quien interactúa con quien lo lleva puesto. Un tuno es una excepción a la realidad: como tal ha pasado al vocabulario normal[4].

Si quien se cruza en su camino es un bar, ya sabe que habrá que multiplicar los ojos por mil. En caso de ser una chica… se tiene que dar directamente por follada. Con semejante carta blanca en la manga, huelga decir que para ser tuno hay que valer: no lo puede hacer cualquiera. La falta de escrúpulos, de respeto y de educación son requisitos indispensables.

No sólo hace falta estar en contra de las convenciones… también es necesario tener el suficiente descaro y arrojo como para hacer valer la actitud ante cualquiera que pretenda interponerse en sus objetivos.

Aproximadamente así era la Tuna, ése era su mundo y su punto de partida. Ni qué decir tiene que durante las épocas de falta de libertad le cortaron las alas como a cualquier otra forma de expresión: sin embargo, como el carnaval u otras tradiciones, consiguió permanecer más o menos aletargada, esperando tiempos mejores… o al menos más propicios.

Así, más adelante resucitó aquella faceta de la UdeS: por tanto, se retomó esa visión cavernícola y medieval… volvieron a tomar las calles aquellas hordas de supuestos estudiantes que en principio lo eran, disfrazados de piratas urbanos con aspiraciones intelectuales.

El contraste fue brutal, claro: un efecto pendular capaz de desequilibrar a cualquiera… más aún si era de la Tuna, puesto que algo de desdoblamiento ya traían. Visto aquel “todo vale” que se aplicaba a su colectivo, los tunos buscaron los límites del desparrame… no los encontraron: el único límite real resultaba ser su propia imaginación. Y ésta resultaba sin duda desbordada, calenturienta.

Dicha manga ancha, tolerancia… hizo que muchos de los componentes de la Tuna de aquellos años se profesionalizaran: olvidaron que habían sido estudiantes alguna vez y se dedicaron simplemente a ser tunos, abandonando la carrera… a veces matriculándose únicamente para poder seguir siendo tunos estudiantes… o al revés.

Lo que en su día, en su vida, empezó siendo una diversión a tiempo parcial… se convirtió en un modus vivendi a tiempo completo: pocas imágenes tan patéticas en la Samarcanda de los ’90 como unos tunos con la cara llena de arrugas, canas en la cabeza y vacío en el cerebro.

Sí, se habían hecho profesionales: eran la representación más diáfana y genuina de los denominados buitres. Con las excusas del folklore, la tradición y el mundo estudiantil, la relajación de costumbres, la permisividad social hacia sus impresentables actitudes… los tunos de los ’80 se habían hecho endémicos, como cualquier enfermedad que encuentra motivos suficientes para perpetuarse.

Pero ellos, flotando en su mundo de conciencia alterada, con su complejo de niños malos pretendidamente graciosos y en ocasiones incluso con toques intelectuales… no tenían espejo que pudiera devolverles su figura deformada. Sobre todo porque renegaban de la sinceridad de cualquier cristal que no fuera curvo: el de las botellas.

“Y lo mejor de todo… ¡es que no somos alcohólicos!” La frase favorita, pronunciada generalmente a voces atravesando la atmósfera de algún bar repleto… obra de uno de ellos, quizás el más famoso. Generalmente la decía en un estado de embriaguez que hubiera hecho perder el Norte a cualquiera…

En ese mismo estado se encontraba una madrugada, mientras a su alrededor conspiraban para hacerle beber un café bien cargado que le devolviera a la realidad real. Por toda respuesta, balbuceó desde el abismo mental en el que se encontraba: “¡Que no quiero café! ¡Que yo quiero pacharaaaaaaaán!”

Los tunos… sus nombres forman parte de una tradición aceptada muchas veces por compasión… otras, con resignación ante lo inevitable. Sus ojeras, sus rostros, sus rictus, su inconfundible estilo… están en boca y mente de todos. Para la Samarcanda volátil no dejaba de ser algo anecdótico y jocoso encontrarles por la calle. Para la otra Samarcanda, la permanente… resultaban una especie de mal inevitable.




[1] Un carpe diem que se identificaba fácilmente con el espíritu encarnado por la Tuna: de ahí que con los años, a finales de los ’80 y bien entrados los ’90, se volvieran endémicos… hasta llegar a ser cuarentones que de estudiantes sólo tenían el disfraz.

[2] Femenino y farrero.

[3] Inhumana y, en el peor sentido de la palabra, hedonista.

[4] Tuno, tunante: sinónimo de pícaro.

 

 

Sonido

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