Gato del campo

   

Urganch

´87

´88

345

             

 

1987

Mi primera visita a este rincón perdido de un Urganch ya en declive desde hacía muchos años… fue una excursión organizada en toda regla por los tres elementos disgregados y divergentes que por casualidad confluimos aquel año: Manuel Alejandro RAPHAEL, Seco Moco y yo.

El primero como anfitrión, porque la casa que nos acogía pertenecía a su familia. El segundo como acompañante que se apuntaba siempre a un bombardeo. Centrifugado como estaba de su vida normal hacía relativamente poco… aunque la cosa ya pasaba de cinco años… Finalmente estaba yo, como aglutinante de aquellos dos pigmentos dispares.

No recuerdo de quién partió la idea, aunque bien pudo ser de cualquiera de ellos. Mía no, con toda seguridad; pero me apunté sin mayores problemas. Aquello de explorar nuevos horizontes me atraía sobremanera. Era una época en la que me dedicaba intuitivamente a recoger datos. De forma tan mecánica como absorbente, sobre una realidad que me empeñaba en aprehender para poder aprender algo sobre ella.

El desplazamiento hasta Gato del campo tuvo lugar en el coche de Manuel Alejandro RAPHAEL[1]. Resultó relativamente fácil. Desde Samarcanda hasta allí no habrá más de 100 km., así que era una excursión de lo más accesible.

El plan no era nada del otro mundo. Disfrutar del campo y la soledad al sol de una estepa que a buen seguro nos inspiraría sobremanera. Estábamos predispuestos positivamente a que así fuera.

La llegada y primera toma de contacto para nosotros tres resultó ser todo un acontecimiento. No sólo descubrimos lo señorial de nuestro domicilio, además supimos que aquella comarca profunda conservaba en el ambiente el rancio abolengo que la constituía.

¿De qué año era la casa? Creo recordar que una inscripción en el frontispicio la databa de 1880 o algo similar. Pero sobre todo nos llamó la atención el sistema de calefacción que tenía. Lo que se denomina “la gloria”. Consiste en una conducción de aire que atraviesa suelo y paredes de toda la construcción, con el fin de distribuir el aire caliente que se produce en la cocina mediante la combustión de madera bajo el suelo[2]. De ahí, según parece, proviene la expresión de “estar en la gloria” asociada a cosas positivas… O viceversa, que en el invierno de la estepa no puede concebirse nada superior al calorcito.

Así, entre el acondicionamiento de la casa para pasar el frío fin de semana que se preveía[3], las cuestiones gastronómicas y alguna que otra actividad entretenida, la excursión se nos fue en un vuelo.

Sobre las conclusiones que puedan extraerse –como una muela– de mi estancia en el lugar, lo dejo al buen criterio del lector… Me limitaré a narrar algunos hechos, aunque sin ningún tipo de orden cronológico (entre otras cosas, porque no lo recuerdo). Por tanto, descripción impresionista.

·                    Uno de los episodios más entrañables fue la conversación con uno de los vecinos, Eladio Gato. Aquel hombre estaba cargado de una sabiduría difícilmente evaluable o explicable. Quedará patente transcribiendo una parte del diálogo que mantuvimos Manuel Alejandro RAPHAEL y yo con el lugareño… Sentados en uno de los poyos que alguna de las fachadas de las casas deshabitadas prestaban generosamente al visitante.

Aquel año Gato del campo tenía una población que no llegaba a los 100 habitantes. A fecha de 2020, cuenta sólo con 34… Es un antiguo núcleo urbano, convertido ya únicamente en reliquia de una memoria casi perdida. Así nos lo contaba Eladio Gato, aunque con buen humor y ganas de tertulia. Incluso nos transmitía algo del folklore propio del pueblo.

·                    Otro de los momentos simbólicos fue nuestra excursión a un pueblo cercano en el que había bar, para tomar un tentempié y disfrutar del típico ambiente festivo del fin de semana en aquel pueblo perdido… que allí se encontraba a sí mismo. Un café y una copita en un lugar lleno de humo. Conversaciones anaranjadas entre tres amigos.

Saqué pistachos de una máquina que a tal efecto estaba disponible[4] y pude constatar con sorpresa que estaba estropeada… Dispensaba sin parar, sólo con el movimiento de la palanca circular. Con mucho disimulo, para no llamar excesivamente la atención de un camarero que por momentos parecía mosquearse, conseguí un buen botín. Al final no vacié la máquina… pero faltó poco.

El bolsillo de aquella chaqueta decimonónica que me había regalado Manuel Alejandro RAPHAEL, perteneciente sin duda a alguno de sus antepasados, había engordado escandalosamente. Nos sirvieron de merienda.

·                    Una de las gélidas mañanas, recién levantados, Seco Moco y Manuel Alejandro RAPHAEL sugirieron una excursión por el pueblo. Yo me negué a participar, experimentar un frío que podía ser perfectamente evitable sólo absteniéndose de salir de casa… Se marcharon ellos dos solos, a la búsqueda de aventuras.

Al rato volvieron, alterados y con los rostros desencajados. Contaban que les habían descubierto en el interior del cementerio. Aunque juraron y perjuraron a los lugareños que no hicieron otra cosa que mirar, en los ojos que les sorprendieron en aquel trance estaba indeleble la intención de profanar alguno de los nichos… y sus palabras no les habían convencido.

Una demostración de que tocar los huevos a los muertos sólo es molestar a los vivos… o al revés.

Eso es lo que me contaron. Seguramente una milonga con la que alimentar un poco los ánimos, para ver si se caldeaban. No parecía algo propio de Manuel Alejandro RAPHAEL, pero el amigo Seco Moco era capaz de intentar venderles arena del desierto a los beduinos… Así que no resultaba del todo descabellado que hubiera podido embarcarle en aquel absurdo.

·                    Lo que realmente hermana a los seres humanos es la noche. Por eso no podía concebirse aquel fin de semana sin algo emblemático, como siempre ha sido el fuego. Lo que permite el dominio del hombre sobre la Naturaleza, sobre su frío y sus alimentos.

Ni más ni menos que ése era el motivo de una de las noches. La programación de actividades entre tres colegas que charlan amigablemente y beben como si los relojes no existieran. Quizá sólo nos faltó cantar, porque de los demás elementos propios de una fogata al aire libre… creo que tuvimos cuantos aparecen en una reunión por el estilo.

Estábamos en el patio de la casa. Bien podía tener 100 m2, porque además de aperos de labranza y una extensión diáfana, contaba simplemente con los muros de piedra que lo delimitaban. Servía además como garaje, aunque estaba a la intemperie. Allí tenía Manuel Alejandro RAPHAEL aparcado su Seat Fura. Pero no se veía nada… sólo unos metros alrededor de la hoguera, pues era noche cerrada. Bebíamos amigablemente, charlando sobre mil vidas. Comiendo además al calor de aquel fuego tan eterno como misterioso. Era casi un concepto, invitándonos a soltar la imaginación y la lengua.

Seco Moco, incapaz de ocultar unas tendencias naturales tan ocurrentes como homicidas, acariciaba el espinazo de un gato vagabundo y negro que nos acompañaba… Lo hacía con la punta de un machete de dos palmos al que familiarmente llamaba “matamoros”.

Aquella demostración de hombría entendida al estilo más clásico y cavernícola no tenía ningún sentido al no haber hembras a la vista. Sólo un matiz patológico para demostrar que era el superhombre que cabe en cualquier pelagatos bajo los efectos del vino.

Ni a Manuel Alejandro RAPHAEL ni a mí nos impresionaba o hacía ninguna gracia… Máxime conociéndole, porque le sabíamos capaz de apretar sin piedad en cualquier momento y ensartar al minino. Sólo tenía que dejar suelto al homicida que llevaba dentro.

Por suerte para la buena marcha de la velada, aquello no pasó de ser una fanfarronería. La noche se iba animando sobre todo al hilo de la sabia y manida combinación del pan con el vino, una vez acabado el embutido. Supongo que un poco por todo eso empezaron a quejarse mis intestinos… La imaginación hizo el resto y le pregunté amablemente a Manuel Alejandro RAPHAEL si no le importaba que aliviase mi cuerpo sobre su coche. Animado por el buen rollo reinante en nuestro círculo de fuego, me dijo que no había ningún problema.

Dicho y hecho, les dejé junto a la hoguera y me adentré en la oscuridad de la noche que nos arropaba, hasta llegar al Fura. Ni corto ni perezoso, subí al capó: en un santiamén le deposité sobre el parabrisas un regalo de color marrón oscuro. Desde mi posición privilegiada, desde mi atalaya nocturna: les veía charlar amigablemente mientras mi cuerpo contenía una risa incipiente, al tiempo que realizaba mi inmortal faena de alivio.

Cuando hube concluido volví a la hoguera mientras me abrochaba el pantalón. Al verme, Manuel Alejandro RAPHAEL recordó mi pregunta anterior y gritó: “¡Cagüen sos! ¡No lo habrás hecho…!” Se dirigió hasta el coche a la carrera, para comprobar si realmente eran ciertas sus sospechas.

Una vez confirmada la materialización de la metáfora sobre el cristal, empezó a perseguirme. Desgañitándose a voz en grito por dentro y fuera de la casa. Mientras huía, yo le decía: “¡Pero si me has dado permiso!” Y él, en un clamor: “¡Pensé que era una broma, cabrón, no que fueras a hacerlo de verdad!”

Por fortuna intervino Seco Moco y planteó una solución salomónica. Yo quitaría el forullo y un poco de agua haría el resto. Así lo acordamos. Con ayuda de un palo y gracias a la anaranjada iluminación que llegaba desde la hoguera, cumplí mi parte. Sobre el resto del asunto… lo que la eficacia del agua no pudo solventar. Aquel episodio quedó para siempre asociado con Platón en la memoria de Seco Moco. Gracias a lo que cómplicemente llamábamos la “teoría de la reminiscencia”.

La noche acabó sin más conflictos… a la mañana siguiente Seco Moco encontró enterrado entre las cenizas de la hoguera, el cuerpo de su querido “matamoros”. Consumido el mango por el fuego y con la hoja bien tostada. ¿Cómo llegó hasta allí? Nunca lo supe… pero sólo estábamos los tres… y yo no había sido.

1987bis

La segunda visita ya fue más en plan pandilla, organizada por Manuel Alejandro RAPHAEL con la intención de experimentar sensaciones distintas a las habituales. Sacándonos del cotidiano y habitual contexto de la UdeS.

Se trataba de una especie de prueba. Para ver cómo iban las cosas fuera del tubo de ensayo que era la Facultad de Filosofía y sus aledaños. Si resistíamos la intemperie o nos desinflábamos. La memoria me falla con frecuencia, pero tengo la seguridad de un grupillo de quienes acudimos a aquella cita. Todos estudiantes de la UdeS. Además del propio Manuel Alejandro RAPHAEL y un servidor, también estaban: Clotilde PACA, Araceli BRUMA, Jaime Huevo Duro, Jesús Manuel LAGO y Araceli BÍGARO.

Esto suma un total mínimo de siete personas. Una vez instalados en la casa y a la vista del panorama climatológico que se presentaba… decidimos dormir todos en grupo, en la cocina. Literalmente dormíamos en la “gloria[5], dentro de los sacos que con acertada previsión habíamos llevado a tal efecto.

Era una especie de habitación compartida. Al estilo de lo que hoy se denomina pisos-patera. Sólo que el piso era una casa del siglo XIX y la situación era provisional: previsiblemente acabaría aquel mismo fin de semana, como efectivamente ocurrió.

El desplazamiento hasta Gato del campo fue variopinto, pues combinamos el transporte público con el privado. Algunos fuimos con Manuel Alejandro RAPHAEL en su Fura y otros se aventuraron con autocares imprevisibles en aquel itinerario incierto. En él los horarios muchas veces eran endemoniados o sencillamente inexistentes. Para este último caso no quedó otro remedio que el auto-stop.

Recuerdo que en este grupo de aventureros estaban Jesús Manuel LAGO y Araceli BÍGARO. Acababan de enrollarse o lo hicieron durante aquel mismo viaje, histórico aunque sólo hubiera sido por eso.

Puede que Jaime Huevo Duro fuese haciendo dedo, pero lo más probable es que salvo la parejita los otros cinco fuéramos en el Seat Fura.

Una vez en Gato del campo: como es preceptivo, distribución de tareas… Aunque éstas eran realmente escasas: buscar leña (que había en el patio), hacer la comida y poco más… El tiempo helador tampoco acompañaba. En general salir de la cocina ya era considerado una conducta de riesgo. Aunque explorar las habitaciones de aquel caserón resultaba todo un reto, una aventura… se quedaba casi siempre en mera intención de excursión, por la temperatura.

No recuerdo si llegamos a pasar dos noches o con una ya tuvimos suficiente. Lo que sí recuerdo es el despertar en grupo: con el calor animal que habían desprendido nuestros cuerpos durante la noche, arropados entre las paredes amarillas. Preparamos los desayunos entre risas, comentando incidencias rellenas de camaradería. Después, tras la leche tibia acariciándonos las entrañas, por una de esas imprevisiones propias de los cronopios, nos vimos sin tabaco.

Para no faltar al ritual ancestral del cigarrillo tras el desayuno, entre Jaime Huevo Duro y yo improvisamos un sucedáneo en el que un pañuelo de papel hizo las veces de papelillo y el tabaco fue sustituido por una mezcla irreflexiva de hierbas aromáticas de la cocina, entre las que predominaba el perejil seco. Sin duda, toda una hazaña que significaba más que nada una declaración de principios. Pero al tiempo era una forma como otra cualquiera de enfocar la mañana con alegría. Buscando entre la pandilla las formas de encontrar un filón de energías alternativas.

Supongo que ventilamos aquella cocina, en la que después estuvimos haciendo vida el resto del día. Cuentos, poemas y anécdotas de todo tipo fueron llenando cada huequecito de tiempo en el disfrute único de estar juntos.

¿Podía pedirse algo más? Tabaco que alguien fue a buscar… pero la risa continua provenía de la capacidad de siete imaginaciones simultáneas para sacar del letargo a la Humanidad completa.

Si aquella reunión hubiera sido televisada como un Gran Hermano a la moda actual, a buen seguro su éxito y la inmortalidad de sus integrantes estaba garantizada… Pero la época era diferente a la de ahora. Entonces no había esta obsesión por perpetuar lo efímero. De hecho uno de los principales atractivos de la vida residía en que resultaba algo inevitablemente fungible. Por eso era entendida de otra manera. Se disfrutaba hasta exprimirla en la seguridad de que el momento era tan único que jamás volvería a repetirse. Ni siquiera podría reproducirse en ningún formato más allá de la memoria o la fotografía.

Así nos informaba aquella complicidad de que el día que iba a declinar no volvería jamás: ni en .avi ni en .mp3. Nosotros contentos, pues lo contrario habría sonado a amenaza alejada de la vida. A mito del eterno retorno cebándose con nosotros como lo haría con Sísifo.

En el camino de vuelta, Jesús Manuel LAGO y Araceli BÍGARO hacían auto-stop o caminaban sin más remedio, no lo recuerdo… Encontraron a un perro vagabundo al que finalmente adoptaron. Como una criatura inerme cuyo fin se difumina en mi memoria[6].

De ese fin de semana ¿qué quedó para la Historia? Poco más que este recuerdo de aquel pobre animal: la contradicción de un perro llamado Gatón.




[1] Un Seat Fura que pasó a la Historia por muy diferentes motivos.

[2] Una variedad del hipocausto romano, que procede del siglo I antes de Cristo.

[3] Aunque luciera el sol, sólo hacía calor de milagro… y gracias a la iniciativa humana.

[4] Entonces estaban de moda.

[5] Más exactamente, sobre ella.

[6] Aunque le recuerdo con su carita lastimera en la terraza del ático donde vivía Jesús Manuel LAGO, unas semanas después.

 

 

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