Tango & tesina

     

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TANGO

Un mundo dentro del mundo, pero no un submundo. Una forma alternativa de interpretar todo lo conocido: una piedra de toque, aunque no la piedra filosofal.

Bajo el paradigma tanguero todo tiene su transformación, sufre una metamorfosis. Sin cambiar, el mundo entero se nos aparece diferente… porque gracias a esas gafas se ve todo de otra manera. Supongo que ser receptivo al tango y su particular universo requiere unas condiciones personales especiales. Cuando se dan en un individuo, le convierten en permeable… y acaba empapado. Porque de esta forma resulta invadido, abducido.

Al menos así recuerdo yo aquel año ’86 u ’87, en el que apareció por casa una cinta de Gardel. La había traído Valentín Hermano como préstamo de alguno de sus amigos progre-pedagogos. ¿Por qué me cautivó con aquella fuerza? Lo ignoro. Probablemente mi paisaje interior en ese momento era receptivo a aquel mensaje desencantado… aunque con toda seguridad yo había oído tangos mucho antes, pues entre la música de mis padres de seguro había alguno. Pero hasta entonces para mí habían pasado desapercibidos.

Fue una confluencia de factores que dio lugar a aquel acontecimiento que cambiaría radicalmente mi vida. Al menos, la dirigiría en un sentido hasta ese momento imprevisto. Una personal transición desde la Edad de Piedra hasta la Edad de Hierro, porque aquella herramienta fría y metálica me permitió desde entonces moldear en clave estético-sentimental lo que hasta entonces se encontraba desordenado y amorfo en mi particular cosmovisión.

En otras palabras: todo lo realmente importante en la vida de uno mismo y en el mundo que a ésta rodea, en el que se desarrolla, tiene cabida en el tango. No sólo eso. Precisamente por pivotar alrededor del corazón, resulta que el mundo conocido deviene todo un sistema solar que girase alrededor de ese centro… un “sistema corazonar”, sentimental (que no sensiblero).

Todo aquello que no ponga al corazón por delante del resto de lo existente, de rebote acaba resultando posicionado en un segundo plano, devaluado. El tango es una interpretación maniquea de la realidad completa: una división radical entre la realidad amiga y la enemiga. Aprender a distinguirlas es la primera ayuda, la primera pista para reinterpretar la propia vida.

Esos días… tristes a pesar de estar llenos de sol… en los que uno busca la noche para zambullirse entre las lágrimas del alcohol… regaladas sólo para tus ojos por el borde interior de la copa. Esas noches durante las que reina el espíritu del tango más allá de toda música… acunando la desgracia interior: la maldición de que todo sea tal como es, sin posible escapatoria.

Lo más inmediato es el carácter acogedor del tango. Uno se siente como en casa, entre amigos. Arropado por la tristeza como si fuera una manta doméstica… al ir surcando el particular universo tanguero. Poco a poco, casi involuntariamente va aprendiendo los nombres y la historia del tango, más allá de lo archiconocido.

Precisamente bajo la cáscara, acaba por descubrirse que Gardel sólo es un embajador de lujo, la punta del iceberg. Tras su éxito vital, singular y fugaz, se esconde el inmenso hielo del resto de autores e intérpretes… ésos que viven casi anónimos entre las notas del tango. Inmensos poetas de letras, sí, pero también de música y baile.

Resulta un universo fascinante, tras él conviven todas las Artes ortodoxas. Pero con el vínculo especial de haber compartido alguna vez espacio-tiempo con el tango.

Sin embargo en el mundo del tango, como en general en cualquier realidad, hay dos niveles. Uno es éste del que hablo, el “profundo” por así llamarlo… pero además está aquel otro, construido a la sombra del mismo y viviendo de rentas ajenas: el banal, el frívolo, el tango-cáscara.

La vida superficial y vacía tiene también su versión tanguera[1]… con esa capacidad que poseen algunos seres humanos de contaminar todo de vacío, de arrancarle a lo importante las raíces humanas y convertirlo en nada, en apariencia.

De los argentinos me jode su manera folklórica de tratar la metafísica, esa faceta… para después elevarse a rango de superioridad, como si fueran el centro de un mundo en el que primero han convertido al populacho en Dios. Un flaco favor a la cultura, sin duda.

Pero la experiencia tanguera auténtica, vivida con intensidad, es muy otra. Pone en solfa, en entredicho, la más blindada visión del mundo que pueda imaginarse. Resulta un dardo certero capaz de convertir en cenizas una catedral[2]. Todo por el corazón.

Por el infierno o la cárcel… como por el tango: hay que pasar y no quedarse. Entrar en un universo que otorga conocimientos prohibidos, saber cómo se vive al margen. Salir para sobrevivir, como quien se zafa de miel o de arenas movedizas.

De aquella época intensa conservo la inmensa fortuna que es saberme tantos tangos y recordar tantas versiones. Así me los canto en silencio yo solito: la cabeza llena de artistas que me cantan cuando quiero. Aquellos días en los que todo era tango… como una inmensa bola de fuego, llenaba todo mi cielo, impregnaba con su luz mortecina, macilenta y cautivadora, la atmósfera de mi existencia.

Ahora, con la distancia como ventaja interpretativa, soy capaz de releer un episodio que tuvo lugar un par de años antes (sobre el ’85) en el bar Javi, a la puerta de casa de mis padres. Había un cliente argentino que frecuentaba el local todas las tardes, a la hora de jugar la partida. Como el propio Satur MOPA sabía de mis aficiones a la literatura argentina[3], pensó que podría hablar de cosas interesantes con aquel individuo. Yo era un pipiolo que no pasaba de 20 añitos: fácilmente convencible de que quizá se tratara de un argentino en verdad interesante.

Así que una tarde, allí mismo, en el Javi, con intención de que habláramos de literatura, me presentó a un individuo con pinta de marginal. Le dijo que a mí me gustaban mucho Arlt y Cortázar… aquel individuo se me quedó mirando con cara de póker. Resultaba evidente que no les conocía ni de nombre.

Al darme la mano se quedó mirándome a los ojos con descaro, mientras yo me giraba para marcharme a la calle[4]. Inicié mi retirada diplomáticamente, sin apercibirme de que mi mano aún estrechaba la suya tras la presentación… él la retenía. Ni corto ni perezoso, me preguntó: “¿Dónde me llevas?”. De una manera tan inocente como diáfana, le respondí: “A ninguna parte, eres tú quien me sigue”.

Allí terminó la historia, porque aquel bujarrón al que no volví a hablar jamás volvió a su mesa, en la que jugaba a las cartas o al dominó. Mientras yo alcanzaba la calle, acompañado de un Satur MOPA que me miraba sorprendido, perplejo: “¡Pero si ese tío es maricón!”… la evidencia nos hizo descojonar de la risa. Aquel individuo y yo habitábamos universos distintos. Ni a él le interesaba la literatura, ni a mí la homosexualidad.

El paso de los años me ha convencido de que aquella anécdota es en esencia un símbolo de mi relación con el tango. Salvando las distancias, claro, hay un paralelismo entre ambos acontecimientos. Aunque mi paso por el tango fue infinitamente más enriquecedor, sin duda.

Quizá como forma de curarme del tango[5], de no sucumbir a sus encantos como le sucediera a Ulises con los cantos de las sirenas… en lugar de atarme, utilicé el intelecto. Lo convertí en el centro de la diana a la que lanzar mis dardos filosóficos. Fue una forma de catarsis, algo terapéutico. Mis conclusiones intelectuales podían ser otras, pero la existencial era una, tan clara como un haiku:

 

Demasiado tiempo

perdido pensando

el paso del tiempo

TESINA

Así que para el ’89, cuando terminé la carrera, ya había decidido dedicarle al tango mis desvelos académicos. Más concretamente en forma de tesina (Tesis de licenciatura).

Si no hice los cursos y no presenté la Tesis Doctoral fue por tozudez. Me negaba a prolongar dos años más aquella comedia, aquella pantomima. El timo económico e intelectual que era hacer los Cursos de doctorado con el único fin de presentar la Tesis doctoral y convertirme en Doctor en Filosofía. Puede que haberlos realizado fuese la verdadera cabezonería, no lo sé.

Ahora soy como un pastel sin guinda en el mundo de la sabiduría. Pero sólo por demostrar mi disconformidad con el conjunto ¡como si a alguien le importase! hice la tesina.

Por este motivo, ya desde el ’88 estaba iniciando mi acercamiento al tango desde una perspectiva filosófica. Empecé a preparar mi tesina. Por una razón más que evidente, el ámbito del saber bajo el que caía el tema era la Estética. Pero aquello resultaba una tortura tan constante como irresoluble, porque la Estética estaba bajo el dominio absoluto de GUSARAPO. Lo cual significaba, nunca mejor dicho, tener que lidiar con él y esquivar sus constantes embestidas. Dirigidas ante todo a la finalidad de arrimar el ascua a su sardina[6]. GUSARAPO insistía, yo me resistía a convertir el tango en uno de los subproductos contaminados por su megalómano desvarío. Más que nada, porque colocar al tango a merced de las garras de aquella fiera con hábitos de fanatismo religioso era traicionarlo.

Yo iba trabajando según mi propia planificación, intuitivamente. GUSARAPO me reconvenía para que me fuera acercando poco a poco al abismo de su trampa: la Estética originaria, que le llamaba. Mariconadas. A medida que iba avanzando en mi trabajo, cada vez estábamos más distanciados. A mí me resultaba evidente, pero GUSARAPO no sabía cómo hacerme entrar en vereda, le dedicaba infinita paciencia infructuosamente. Al fin encontró una solución: algo aséptico, sin carga emocional, pero que me hiciera humillar la cerviz.

El divorcio definitivo tuvo lugar una tarde de invierno. Probablemente, el del ’91. Estábamos en una salita de su convento, a la entrada, con algo de calor. Por imperativo climatológico, nada de patios. Charlábamos sobre el último borrador que yo le había hecho llegar, a raíz del que me apuntó verbalmente un comentario en principio puramente formal.

Señalando uno de mis folios, GUSARAPO me dijo:

“–Detrás de punto viene siempre mayúscula[7]. Esto así no lo puedes poner”.

“–¿Por qué no?” –interrogué cándidamente.

“–Pues mira, la frase que introduces termina en punto, pero después continúas en minúscula…”

“–Claro, porque la cita está en medio de una de mis frases… pero la letra es de otro tipo, de otro tamaño. Va centrada y en párrafo independiente. Es imposible confundirlas”.

“–Sí, pero las reglas de ortografía dicen que después de punto siempre viene mayúscula”.

“–Bueno, todo es discutible, ¿no?” –le interrogué con la esperanza de hacer evidente la evidencia.

“–No, no… ¡qué va!” –respondió totalmente convencido. “–Hay cosas que no se pueden poner en cuestión, no son discutibles: son absolutas, ciertas”.

Señalando a nuestro lado, argumentó:

“–¿Ves? Esa estufa y esa silla son cosas diferentes… eso no es discutible. Si fueran la misma cosa, la silla se quemaría”.

Sin duda aquello era el límite… al menos para mí. Ante semejante memez, sandez propia de una mente obtusa, sólo cabía la retirada. Sobre todo por economía mental. Se habían terminado mis cartuchos de paciencia. Aunque desde una perspectiva puramente lógica podía haberle argumentado que también estaba la posibilidad de que la estufa se sentara… resultaba una evidente pérdida de tiempo y energías. Aquello sólo era comparable a la clásica discusión en la que alguien discute la validez del escepticismo dándole una patada en los huevos a su interlocutor, como demostración de que los sentidos no nos engañan.

Más sencillo que eso:

“–Muy bien. Adiós” –le dije.

Recogí mi carpeta, mis apuntes y me marché tranquilamente. Allí terminó la relación de GUSARAPO con mi tesina. Si posteriormente ésta llegó a ver la luz no fue ‘gracias a’ ni ‘con ayuda de’ aquel pobre hombre tan simple como orgulloso. Digno de una compasión que yo no sentí, tan grande como su megalomanía. Afortunadamente jamás volví a ver a GUSARAPO, ni siquiera en mis mejores pesadillas.

Pero mi tesina seguía en pie. Continué investigando gracias a una carta con la que previamente GUSARAPO me había abierto las puertas de una Casa-museo en cuya biblioteca anidaba múltiple bibliografía. Allí por fortuna pude terminar mi trabajo. Sin Director de tesina, totalmente por libre, llegué a la meta que significa dar por terminada una investigación así: no “gracias a” la ayuda de GUSARAPO, sino “a pesar de” sus trabas.

Hubo quienes se apiadaron de mí[8]. Joaquín VERDAD y Nito intercedieron por mí ante CEREAL para que firmara y avalara mi trabajo, con el fin de que éste obtuviera reconocimiento académico y formal.

Un par de charlas en cafeterías y despacho, firmas en papeles oficiales y aquello sería un hecho. Para CEREAL, perfecto… resultaba ser un tema de su competencia, la Filosofía uzbeka, y se lo daban todo acabado. No corrigió ni una coma.

Antes de ver la luz, aquella tesina tuvo que superar aún otra prueba en su carrera de obstáculos. Cuando fue presentada para que el Consejo de Departamento diera su aprobación, encontró la oposición frontal de MARUJO porque había una palabrota en el trabajo. Le explicaron que al tratarse de la dedicatoria[9], no era posible censurarlo. Así finalmente pudo llegar la fiesta.

Mi Tesina en la UdeS venía a ser algo así como una rana sobre una calavera. Conocimiento juguetón, saltarín y lujurioso poniéndole una guinda al conocimiento anquilosado.

El 27 de febrero del ’93 conseguí extirparme aquel quiste. De otra forma, bien podría haber llegado a convertirse en tumor. En la lectura pública: bailarines, grupo musical con bandoneón incluido y el incomparable marco de una de las aulas más antiguas de la UdeS… fue la puesta en escena.

Yo iba disfrazado de Álex[10], en reivindicación de Feyerabend[11]. Así que el cuadro era de lo más posmoderno y rompedor. Mi intención no era otra que conseguir desafiar al tribunal. Que me suspendieran pasando así a la Historia, pues era algo que jamás ocurría[12]. Pinché en hueso: la nota fue Apto cum laude por unanimidad.

Ni jugando a la heterodoxia o al enfant terrible fui capaz. Pero en todo caso el evento resultó memorable: recomiendo el vídeo[13]. El anecdotario de aquella jornada daría para muchos folios de mirada de ombligo. No abundaré sobre el asunto, me sobrepondré al superego.

Baste añadir que aquélla fue mi antológica despedida oficial del tango. También mi metafórica salida de la Facultad de Filosofía. Aunque aquello más que portazo resultara ser un corte de manga.


 

[1] Un ejemplo a vuelapluma, pero clarificador y metafórico: Garufa es el precedente histórico, antecesor de Tony Manero. La “fiebre del sábado noche” sólo es una actualización de la farra porteña... una burda copia rockera.

[2] A tiempo y en el lugar adecuado.

[3] Hacía poco que le había comentado lo que tenían de subyugante, por ejemplo, Roberto Arlt o Julio Cortázar.

[4] A la vista de lo raro del asunto, porque aquello tenía pinta de cualquier cosa salvo de intercambio de opiniones.

[5] Si es que se trata de una dolencia.

[6] No era otra que lo que él había dado en llamar Estética originaria: colonizar el arte a golpes de crucifijo.

[7] Se refería a unas citas del Libro extraño de Francisco Sicardi que yo iba introduciendo al hilo de mi discurso escrito.

[8] De mi pataleta de libertad tanguera, de mi Tesina sin padrino que la bautizara.

[9] “A la puta vida”, dice literalmente.

[10] El protagonista de La naranja mecánica, de Stanley Kubrick.

[11] Filósofo de la ciencia que postula una revisión de la Historia de la Filosofía en clave cinematográfica.

[12] Mis objetivos con la tesina: un suspenso cum laude y hacer llorar a los hombres y correrse a las mujeres (lo contrario de Beethoven, que es lo fácil).

[13] A los intelectuales, también el texto.

 

 

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