No había sido muy agraciado en el sorteo de las luces, pero al fin ¿eso qué importa, si a diario estamos hastiados de encontrar hijos de puta inteligentes? Alejandro-Oso era un tipo genial, risueño y amigo de bromas y/u ocurrencias. Amable y tolerante, simpático y presto a escuchar. En otras palabras: un camarero perfecto para ocupar la barra del Plátanos en la época que hice de este bar mi cuartel general, mi embajada.

La soltura con la que llenaba las jarras de cerveza hacía que su nombre sonara realmente celestial. Además le gustaba reírse con nuestras tonterías, que eran muchas… todo esto ayudaba a que las noches se evaporaran en un soplo.

Con Alejandro-Oso, como con el Plátanos, siempre sabías a qué atenerte: podía gustarte más o menos, pero era lo que había. Una inocencia limpia, cómplice de la noche y sus artimañas, no siempre limpias. Bajo la atenta mirada de Alejandro-Oso algunas veces llegué a pasar 8 horas sin salir del Plátanos. La constante peregrinación de conocidos, amigos y compañeros de Facultad hacía que aquellas sesiones de Plátanos, a pesar de ser maratonianas, me resultaran siempre escasas.

De hecho, muchos días salí de casa hasta el Plátanos y de allí regresé directamente a casa, sin pasar por ningún otro local. Es lo que se llama un “cuartel general”. En él se encontraba Alejandro-Oso encargándose de que todo estuviera en su sitio y así era.

Su rostro afable resumía a la perfección todas las caras que algún día desfilaron por el Plátanos. Su gesto simple y comprensivo aportaba un poco de tranquilidad a la noche, aunque en cualquier momento pudieran surgir imprevistos… jamás le vi un gesto serio ni hostil, por muy poco favorables que fueran las circunstancias… y algunas veces lo eran.

La presencia de Alejandro-Oso resultaba ser una figura de ángel custodio preocupándose por la buena marcha de las cosas. Tan simple y fácil como el agua: pero el hecho de que no tenga sabor no la convierte en una bebida menor. La base de la supervivencia.