Violeta

 Cortavenas

Mûynoq

 ´85

 ´89

690

             

 

Violeta Cortavenas vestía de negro y tenía una piel tan blanca que recordaba lejanamente a la soledad incomprendida de la adolescencia. En cierta ocasión coincidió con Pablo CIEGOS y Alejandro Marcelino BOFE en una exposición sobre Pessoa, allá por el ’86. A partir de entonces Violeta Cortavenas se dejó conocer un poco más, porque hasta aquel momento sólo había sido una sombra que pululaba entre las clases de la Facultad de Filosofía como un alma en pena, buscando motivos para su sufrimiento.

Violeta Cortavenas inició así una etapa en la que conocimos su risa franca y límpida, empezamos a familiarizarnos con sus gestos[1] y alguna vez incluso compartimos charlas literarias al calor de alguna absenta, su bebida favorita.

Violeta Cortavenas fumaba y se desesperaba existencialmente con los infinitos motivos que le proporcionaba la realidad para ello. Llevaba muchos años haciéndolo. Quizá por eso se culpaba y en su piel iban quedando las señales de aquella terapia doméstica. Cicatrices en sus muñecas y sus antebrazos como medallas por haber ido superando batallas cuya supervivencia le otorgaba cierta sensación de victoria.

Si Violeta Cortavenas había logrado vencer algo o a alguien era a sí misma, sobreponiéndose a una tendencia autodestructiva que ni ella sabía de dónde procedía: un atavismo. Como una llamada de allende las sombras, repetía con imprevisible cadencia aquel ritual de autolesionarse para descargar así su vida de una energía que le resultaba imposible controlar. Si Violeta Cortavenas había decidido estudiar Filosofía era sin lugar a dudas por instinto de supervivencia. Le resultaba la única forma de hacer soportable el mundo.

Habrá quienes digan que esto tiene mucho que ver con el hecho de que hubiera nacido en Mûynoq, que en esa tierra hay una larga tradición de búsqueda de sentido existencial en la tortura que ello conlleva. No seré yo quien les quite la razón, aunque tampoco apuntale con mi opinión una creencia generalizada que tiende a atribuir determinado carácter al origen geográfico, ctónico.

Simplemente a veces resulta cierto que el pensamiento de ciertas latitudes discurre por esos paisajes igual que existen Los ancestros. Pero no creo que de eso pueda derivarse una ley científica que ligue de forma determinista un origen con un pensamiento. Hay quienes se dejan llevar por las fuerzas telúricas, pero también hay quienes se sobreponen a ellas e incluso quienes actúan por oposición a las mismas. Incluso quienes, como yo, pretendemos actuar como si no existieran: anulándolas a título individual para conseguir así el mayor grado de justicia cosmológica que pueda concebirse.

Con el paso del tiempo Violeta Cortavenas consiguió disfrutar con el universo del pensamiento: también transmitiéndolo a través de trabajos compartidos en clase. O con literatura en estado puro: poemas surgiendo de los momentos claves de la vida. Posteriormente los intercambiábamos como cromos, entre los aficionados al deporte de la tortura voluntaria y masoquista. Eso que llaman juventud comprometida consigo misma.

A Violeta Cortavenas le gustaba reír con cierto timbre trágico en la garganta, mientras acompañaba su voz con algunos estertores casi reivindicativos. Como recordando que la risa sólo tiene sentido crítico cuando empieza por ser autocrítica. Por eso yo la veía reír con frecuencia, como resultado de mis palabras que en el fondo eran una forma de justicia permanente contra un mundo que merece juicios más frecuentes. Nos entendíamos más allá de las palabras, desde una postura que no era pose. Desde el lugar que con el tiempo habíamos ido eligiendo, en un horizonte que supera las clasificaciones convencionales.

Con el tiempo Violeta Cortavenas habrá crecido hasta convertirse en una señora y madre de familia. Recordará aquellos días con cierta nostalgia equívoca. Durante ellos sin duda aprendió a soportar la vida. De hito en hito mirará sus cicatrices, ya casi invisibles[2], preguntándose cómo pudo algún día llegar a confundir el fin con los medios.



[1] Un poco zafios, que le perdonábamos porque respondían a su naturaleza, no procedían de una contaminación educativa posterior.

[2] En su día fueron el pasaporte con el que logró traspasar la incierta frontera hacia su vida real (que es la de ahora).

 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
Todavía no tienes una cuenta? Regístrate ahora!

Entra a tu cuenta