Brígida

Abuela

Samarcanda

´64

´80

198 

           

Eran jóvenes y estaban enamorados: los dos peores crímenes que podían cometerse aquel año. Cuando más cerca les parecía el sueño de una sociedad distinta… estaban tocando con la punta de los dedos ese amanecer que traería la desaparición de las tinieblas: entonces llegó la Nada. El 14 de agosto asesinaron a Bienvenido Abuelo, dejando a Valentín Padre con dos años de edad al cuidado de Brígida Abuela… y a ésta al borde de la demencia.

Con toda seguridad que únicamente por Valentín Padre, Brígida Abuela fue capaz de seguir adelante. Imagino el arsenal de fármacos con el que bombardearon su cabeza desde entonces: el precio de la supervivencia. Por lo que me han contado, gritaba día y noche de dolor, deseando la muerte: que también a ella la hubieran asesinado.

Para poder sobrevivir al infierno, Brígida Abuela tuvo que vivir en una burbuja y así lo hizo. Finalmente Brígida Abuela se sobrepuso, aunque nunca llegó a reponerse del episodio que le destrozó la vida: hizo desaparecer de ella lo que podría haberse llamado futuro.

Brígida Abuela fue condenada de por vida a yacer con un recuerdo, con un mundo ya imposible… en una tortura sin nombre repetida a cada instante, eterna en cada momento. Condenada por los mismos que prometían la salvación eterna.

Entonces la familia adoptó como solución el levirato: Brígida Abuela se casó con el hermano del asesinado[1] e intentó seguir adelante con una vida que ya de por sí había quedado vacía. Lo consiguió… aunque puedo imaginar las infinitas torturas que a partir de ese momento fueron jalonando su viacrucis. Creo recordar que murió sobre el ’80: yo siempre la conocí hinchada, seguramente atiborrada de soluciones psiquiátricas que eran el principal problema para aquella pobre mujer, torturada y asesinada en vida.

Como niños que éramos entonces, ignorantes e inconscientes, nos burlábamos de Brígida Abuela: de su casa cutre y húmeda, en la que convivía con el energúmeno de Javier Abuelastro (un alcohólico que la maltrataba). Sin embargo ella siempre era amable y cariñosa con nosotros. Nos obsequiaba con unas galletas humildes y diminutas a las que llamaba “paciencias”.

Su vida se fue apagando muy levemente desde aquel agosto nefastamente histórico, entre espejismos de cariño y fantasmas de felicidad. Recuerdo que a veces: reía entre toses, jugábamos a las cartas, yo le leía revistas, mirábamos la televisión en blanco y negro… la ayudaba haciéndole encargos y preparando el puesto de verduras que colocaba ante el portal de su casa, para vender los productos de la pequeña huerta en la que cada día se exiliaba Javier Abuelastro: jubilado y resignado a una vida que seguramente tampoco le gustaba.

Desde que recuerdo a Brígida Abuela, siempre se movía con dificultad. Sus inmensas piernas y sus pies diminutos no podían con el desmesurado cuerpo. Para ella habían convertido el mundo en un inmenso océano de arenas movedizas. Poneos en su lugar: ella, que había soñado la luna, condenada a sucumbir en aquel pueblo de mierda.



[1] Con Javier Abuelastro.

 

 

Sonido

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