Caracol

Namangan

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Caracol era el filósofo de la colza. Tan heterodoxo como simpático y revoltoso, tan imprevisible como incómodo y conciencia, tan extraño como una proyección, un reflejo.

Su naturaleza era así: ocurrente y tolerante. Su presencia significaba siempre un aliciente para cualquier situación. Creo que era de la promoción siguiente a la mía, sin embargo su fama le precedía y era transversal a cualquier prejuicio que pueda tenerse sobre la organización de la realidad. De hecho, resultaba una especie de “mascota” que tenía nuestra Facultad. Todos nos sentíamos orgullosos de semejante privilegio: compartir espacio y tiempo con tan singular elemento.

Caracol era como casi todos lo éramos allí: de extracción humilde, clase media-baja. Esto viene a demostrar que casi siempre una situación acomodada conlleva inacción, dejadez o desidia… cuando no patología. En cambio la necesidad o urgencia de espabilarse hace cosechar de infinitas maneras.

La presencia de Caracol nos hacía aprender, sin duda. Al descolocar nuestros apolillados esquemas, nos obligaba amablemente a reconstruir la realidad desde ese vacío primordial que es el desencanto de lo conocido y archisabido.

Uno podía pensar que conocía la realidad, que todo estaba en su sitio, más o menos controlado. Entonces aparecía Caracol, con su inocente risa preñada de culpabilidades, carcajadas como dedos que señalaran hacia las infraestructuras de naftalina. Su mera existencia era una llamada de atención sobre la chapuza de la realidad completa. Sobre la inexistencia de Dios… casi un argumento ontológico.

Como los niños o los locos: de la caja fuerte de la realidad, Caracol sabía la combinación secreta. Sin abrir la boca, la gritaba a los cuatro vientos: a los demás sólo nos quedaba asentir ante semejante evidencia. Todos, incluso Caracol, sabíamos que tenía razón. Pero al mismo tiempo comunicaba al Universo entero la inutilidad de semejante posesión.

Entonces nos quedaba el goce de compartir el esperpento, el guiño ancestral de la camaradería en el infierno. Las calles se convertían en un paseo iniciático por cavernas de eternidad y absurdo, en una comprobación empírica del sinsentido como axioma. Peregrinar así por la noche maracandesa resultaba la superación del espacio y del tiempo: pasaban a ser aposterioris entre los escombros de un naufragio, tan eternos como inevitables. La risa, siempre la risa, pero no como desesperación ni humor negro. La risa diáfana del recién nacido, en medio de la guerra.

Sin duda, Caracol sabía filosofía más allá de la academia, lejos de los ya superados esquemas que nos apartan de la vida. Pero una filosofía de vida, capaz de ver en la juerga y en la orgía facetas ignotas de un pensamiento aún por venir. Quizá por eso su novia era una chica pintora: Belga Ref. Caracol, catapultada hacia el “mundo de la vida” precisamente por haberle conocido. Su contrapunto ideal.

Resulta sin duda un privilegio haber compartido con Caracol experiencias que sólo por eso ya fueron únicas. De entre las infinitas que vendrían a cuento, que le acreditan como arquetipo heterodoxo entre la infamia finisecular que nos asedia, destacan:

  1. Una fiesta en el claustro del Instituto de Ciencias de la Educación, repleta de filósofos imberbes e intelectualoides. Incapaces de aprehender la excepción entre la niebla. Esa misma noche, tan fría como maracandesa, acabamos yendo hasta la Facultad de Bellas Artes, donde conseguimos más risa por el mismo precio.

Allí, rodeados de genios en el entorno monacal que todo lo enmarcaba, era ciertamente mucho más fácil destacar cromáticamente ante un puñado de alumnos con ínfulas inconmensurables. Predominaba el gris zarandaja y nosotros éramos imparables en la sabana. Reír, charlar y jugar al erotismo implícito era sólo el primer paso. Lo demás venía por añadidura: buscar rincones prohibidos en los que deleitarnos poéticamente entre tanto niño pijo.

Un recorrido antológico por el claustro posmoderno, risas entre los bancos: ante esquemas tan frágiles, lo más fácil fue romperlos. Allí todos nos hacían los coros: tenían la sensación de que el zoológico había venido a verles, a sacarles de su apolillada cotidianidad, tan zafia como presuntuosa. Nosotros felices, con un afán de protagonismo satisfecho: gozo simplemente recordando el excepcional ambiente de aquel día.

Sin embargo a Caracol se le quedaba corto. Necesitaba más: heterodoxia e ignominia. El escándalo fue mayúsculo, la noticia corrió como la pólvora que faltaba en esa fiesta para llegar a los fuegos artificiales: Caracol había hecho impune y alegremente un strip-tease en medio de la fiesta, reclamando de forma natural un protagonismo que hasta entonces había sido declarado desierto. Bukowski no lo habría hecho mejor: Caracol, el “filósofo de la colza”, haciendo un estritís en una fiesta de Bellas Artes.

Cómo acabó la noche… ni lo recuerdo. En fin, ¿qué más da? Si finalmente hubo un baile en la puerta, si nos echaron por exceso de alegría o si se apagó la mecha por falta de gasolina… lo cierto es que por derecho propio, desde entonces figura en los anales de la memoria colectiva. Resulta indiferente que hiciera frío en el trayecto de vuelta o de ida… o que viajáramos en taxi. Con semejante experiencia de luna ¿quién se fija en el dedo?

  1. Un día cualquiera, en el que casi involuntariamente se va echando la noche encima. Con risa, ocurrencias y camaradería. ¿Qué nos unía? Todo, con mayúsculas y absoluto. En un caso semejante, resulta indiferente la historia completa. La realidad converge en un punto: el de salir de copas, con todas las consecuencias.

Así fue: recorrimos infinitos garitos de media tarde, compartiendo un cachondeo que jamás entenderían los no iniciados. Todo se nos iba quedando corto. Finalmente ¡claro! se nos terminó el dinero y[1] acabamos pidiendo un préstamo de alcohol con el que rematar la faena en casa propia o ajena.

Así fue: como de costumbre, en el momento de pedir, la convicción absoluta de devolverlo al día siguiente (quizá la mejor opción, la mejor pose).

Y como siempre, al día siguiente lamentando que nos hubieran hecho el préstamo. La misma sensación que cuando tras una noche de juerga te sorprende el amanecer y te hiere los ojos cruelmente: más por la realidad que por su luz. Sólo viene a certificar que la magia había sido simplemente una ilusión óptica. El afán de trascender la realidad, empecinada como está: en los débitos carnales, la injusticia social y el imperio del poderoso. Ése mismo a quien le están vedados todos los paraísos: naturales y artificiales.

A mí Caracol me parecía un ejemplo cristalino de filosofía (práctica) en estado puro. Alguien a quien le habían cambiado las reglas del juego a mitad de la partida y, en lugar de amilanarse, había hecho del defecto virtud. Admirable: cómo había llegado a conseguir que la injusticia del veneno fuera para él una ventaja. Según creo recordar, fue precisamente gracias a la indemnización que pudo estudiar la carrera. Un gran ejemplo de cómo todo está compensado por un equilibrio cósmico, desconocido… que escapa al entendimiento humano. Por fuera: si quieres feo y deformado[2], pero con una riqueza interior imposible de ser eclipsada.



[1] Como tantas otras veces, como en tantos otros sitios.

[2] Como lo estaremos todos dentro de cien años.

 

 

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