Eloísa

 

Exactas

 

´88

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Aquellas marcadas ojeras de oscuras promesas nocturnas seducían mi espíritu decadente. Aunque bajo ellas se dibujara una sonrisa amarga. Eloísa Exactas era interesante, con una voz escondida y unos gestos más allá del cuerpo. Estudiaba Exactas y era compañera de una reencarnación de Bogart cuya sangre circula también por mis venas. Amiga de Javier Roberto BOFE, quien me la presentó: allí estaba Eloísa Exactas, parapetada tras la piel bronce y sus ojos ojerosos.

Eloísa Exactas y yo charlamos unas cuantas veces: en bares, en la calle, en su casa. Sin embargo nada más obtuve vacío. Me gustaba que me contara cosas[1], pero ella era sólo una anécdota con forma de mujer.

Eloísa Exactas era considerablemente simple. Me dolió descubrir una tarde, en su casa… que malgastaba mi tiempo con ella. Ante mi regalo de la música de Arletas, en cassete y con fotocopia en griego, aquel idioma extraño… sólo fue capaz de decir que no entendía nada de la carátula. Sin ver más allá, incapaz de degustar el encanto de lo misterioso. Esa incapacidad de apreciar lo desconocido era una metáfora de Eloísa Exactas misma. En el interior de la carcasa estaba un paraíso de música griega, pero ella sólo miraba el dedo señalándole la luna.

Cuando la conocí, siempre se quejaba de que le dolían los pies: a mí también me duelen, pero no hago de esto una bandera existencial. Eloísa Exactas se operó y sin embargo… no hay nada más.

¿Exactas? Exactamente: la última vez que la vi era cajera de una gran superficie comercial. Quizá no me reconoció o no quiso recordar aquella incomunicación… puede que tuviera prisa por abandonar a la carrera un pasado tan doloroso como le habían resultado los pies con los que lo recorrió.



[1] Por esa intuición le regalé Las flores del mal de Baudelaire antes de haberlas leído yo.

 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
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