Pancho

 

el Abuelo

Samarcanda

´85

´98

261

             

 

Si le llamábamos Pancho el Abuelo era debido a su edad, no a su mentalidad. Tenía como características la empatía, la simpatía, la amabilidad, la tolerancia, el progresismo y un sinfín de cualidades que transmitía simplemente mirándole a los ojos… En una palabra, nada conservador. Quizá por eso era el camarero perfecto, capaz de comprenderme en los momentos equívocos: cuando un ser humano pierde el oremus y desvaría infinitamente en los brazos del alcohol o las sustancias estupefacientes.

Su liderazgo del Plátanos me hacía volver una y otra vez por sus fueros. Pancho el Abuelo estaba en el ambiente propicio en el momento adecuado. Es cierto que por edad pertenecía a la juventud de los ’60 o los ’70. A tal efecto enseñaba fotos de los eventos hippies de entonces, en los que él aparecía con melena y estética inconfundibles, como pez en el agua. Su época dorada, sin duda. Pero sabía aceptar el paso del tiempo y había actualizado su mentalidad de manera óptima. Con nosotros había 10 ó 15 años de diferencia, pero Pancho el Abuelo no actuaba con el paternalismo patético que lo hacían otros personajes de la época. Al contrario: sabía ponerse en nuestro lugar, quitarles hierro a las situaciones, aportar una dosis de humor siempre necesaria en los bajos fondos del alma… ahí donde naufragan todas las teorías.

De anécdotas con Pancho el Abuelo habría infinitas para contar. Era un tío receptivo y permeable. En la época que me dio por los tangos, me ponía a Gardel en el Plátanos aun a riesgo de que le mirasen con caras extrañas.

Pancho el Abuelo era una de esas personas entrañables que alegran el mundo con su presencia. Por eso una vez le regalé Los siete locos de Roberto Arlt: en agradecimiento por su presencia a lo largo de mis infinitos desparrames nocturnos. Cuando los ’80 y los ’90 eran más que un tiempo, eran un lugar acogedor y cálido… más allá de gazmoñerías posmodernas como las que ahora nos invaden.

Muchas noches de copas solíamos ir a cenar a casa de mis padres. En una de esas ocasiones Pancho el Abuelo volvió a la cocina[1] diciendo: “Me he encontrado a un señor en el baño, que me ha dado los buenos días”. Era Valentín Padre, sin duda. La anécdota ilustra perfectamente la forma de ser de Pancho el Abuelo, su humor naïf y el carácter jovial y campechano.

Cuando a finales de los ’80 empezó el desmantelamiento del Plátanos tal como lo habíamos conocido, cuando se inició su reconversión: Pancho el Abuelo pasó a formar parte de la plantilla de camareros diurnos de Samarcanda, con lo que eso significaba para él. Ni más ni menos que convivir y soportar la Samarcanda diurna. De especuladores y malnacidos, de la que había vivido bien lejos hasta entonces. Nos contaba anécdotas penosas de imbéciles con traje[2], que se negaban a ser servidos al lado de gente de cualquier otra raza. En fin, una ralea difícilmente soportable: la que domina el ambiente de esa ciudad tan entregada –ganaderamente hablando– a tonterías de pieles y rentas vitalicias.

Pero Pancho el Abuelo era un superviviente. Capaz de sobreponerse a estas cosas sin perder el buen humor. Como prueba de ello, en sus ratos libres y nocturnos deambulaba en compañía de sus amigas del mundo del espectáculo, que hacían una especie de número picaresco de lo más entretenido. Se llamaban Las Divinas con medias, lo que ya da una idea aproximada de cómo eran sus canciones y del buen rollo que transmitían.

Durante uno de aquellos cafés nocturnos, un día me comprometí, en caliente, a hacerles una reseña por escrito que después nunca llegó a ver la luz. Pero tampoco creo que me necesitaran. Al igual que Pancho el Abuelo eran de ese tipo de personas acostumbradas a sobrevivir en climas adversos.

Por supuesto, Pancho el Abuelo estuvo entre los invitados a la fiesta inaugural de La Tapadera[3]. Haciendo gala una vez más de su buen humor, su imaginación cómplice y su capacidad creativa, respondió adecuadamente. La invitación decía sarcástica: “Rigurosa etiqueta”. Al presentarse en la puerta, enseñó su salvoconducto: dos muñecos sonrientes, con forma humana, cuyos nombres iban escritos en el cartón del que estaban hechos. Uno se llamaba “Queta” y el otro “Eti”. Ni qué decir tiene que de todos los presentes en aquella fiesta heterodoxa, Pancho el Abuelo fue el que más respetó aquella rigurosidad. Máxime cuando los muñecos estaban hechos con etiquetas de prendas de vestir.

Sobre el itinerario de la vida sería difícil encontrar una persona con más capacidad para transmitir energía positiva, alguien más adecuado para compartir tanto éxitos como sinsabores. Sin duda alguna Pancho el Abuelo resulta el compañero de viaje ideal para cualquier tesitura: insobornable, fiel, diplomático… en una palabra, un amigo. Ojalá nuestro rastro en el mundo, nuestro itinerario inmaterial, pudiera estar jalonado de semejantes perfiles. Aunque existen, pocas veces coincidimos con ellos.

 


 



[1] Donde estábamos degustando sardinas “a la moruna”, sus favoritas.

[2] A quienes tenía que enfrentarse cotidianamente.

[3] Aunque sólo hubiera sido por terminar el mural decorativo que la espantada de Alejandro Marcelino BOFE dejó inacabado, ya habría merecido la invitación… aunque había infinitos motivos más.

 

 

Sonido

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