Pedro

 

Orejas

 

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Pedro Orejas era un chaval simpático y risueño, pero que a primera vista daba impresión de superficialidad. En cierto sentido parecía un infiltrado en el mundo de los filósofos por alguna extraña carambola de la vida. Pero en todo caso la condición alegre y desenfadada de su personalidad era la carta de presentación. Si había que destacar algo en su físico que llamara la atención eran sus dientes desordenados, que le hacían pronunciar las eses de manera algo particular, casi como efes. Pero nada más.

En general a la mayoría de los pertenecientes al gremio de la Filosofía se nos otorgaba una especie de bula[1] por la que estábamos exentos de tener que dar explicaciones o cumplir requisitos relacionados con el físico o la materia. Por aclamación implícita el cuerpo era considerado algo secundario.

Esta especie de ley no escrita se daba por supuesta, pues si alguien hubiera defendido la idea contraria se habría encontrado fuera de lugar. Era algo tan consuetudinario como indiscutible, lo que hacía posible una convivencia que de otro modo habría resultado harto difícil… habida cuenta de los especímenes que allí nos arracimábamos.

Ya es universalmente sabido que quienes nos dedicamos a cuestiones filosóficas es debido en gran parte a que nuestras condiciones materiales-corporales no nos permitirían desenvolvernos en otros derroteros. Esto es aceptado por todas las partes implicadas, por concedernos así una especie de ghetto que permite la supervivencia humana sin mayores conflictos. ¿Sería mejor de otra manera? ¡Quién sabe! Eso forma parte de la Lógica de los mundos posibles… o imposibles. Las cosas están así. O al menos lo estaban en los ’80 y puede que acaben convirtiéndose en algo permanente para la convivencia humana.

Pedro Orejas había formado parte del colectivo sin llamar la atención en este sentido. Pero cuando terminó la carrera y aprobó las oposiciones, una de las primeras dedicaciones que tuvo para su nómina fue someterse a una operación de cirugía estética para reducir el vuelo de sus orejas, que él consideraba de soplillo.

Un complejo que sólo estaba en su imaginación, porque hasta entonces nadie había reparado en ellas. Por una de esas paradojas que acaban deviniendo en ironía, a Pedro Orejas, a quien jamás habían llamado así: le colgaron el mote ya de por vida… Justo cuando menos orejas tenía, si es que alguna vez habían llegado a ser llamativas en el mundo real, fuera de su acomplejada imaginación.

Después se le perdió la pista, como les ocurría a la mayoría tras salir catapultados de la Facultad. Pero en la memoria colectiva de aquella promoción[2] quedó archivado ingrata e injustamente (?) con aquel apodo. Después de todo, el asunto vino a poner algo de justicia en su recuerdo. Teniendo en cuenta sus prioridades[3], resultó que durante su tiempo de estudiante había estado disimulando aquellas lobregueces gracias al parapeto de la inteligencia.

De aquel asunto se desprendía una realidad no por hipotética menos censurable. Si cuando empezó la carrera más sublime y metafísica por antonomasia alguien le hubiera preguntado: “¿Qué piensas hacer si la Filosofía algún día te proporciona dinero?” Pedro Orejas habría respondido, con sinceridad absoluta de sus previsiones: “Operarme las orejas, que las tengo muy feas y salidas”. Le habrían apodado, lógicamente, Pedro Orejas… como así fue en realidad tras aquel túnel del tiempo. Dio el pego durante cinco años a todos sus compañeros, pero ¿quién fue realmente el perjudicado con todo aquello? Sólo su recuerdo.




[1] Variante del beneficio de la duda.

[2] Que era la de Agustina HUMOS.

[3] Que vieron la luz gracias al dinero.

 

 

Sonido

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