Pepe la peste

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Conocí a Pepe la peste durante los encierros, a raíz de las movilizaciones del ’87 en la Facultad de Filosofía. Cuando comenzaba aquella costumbre efímera de convertir las facultades en cárceles también por las noches.

Pepe la peste era una chica sexualmente indefinida y mentalmente a la deriva[1]. De natural risueño y con tendencia pegajosa a acudir a lugares o personas sin haber sido invitada previamente.

Durante aquellas interminables noches de tedio entre barajas[2] abundaron cantautores y algún que otro partido de fútbol-sala en el recibidor principal, con el visto bueno del conserje de guardia. Pero nos deleitábamos ante todo jugando con las miradas.

Allí nacieron parejas de futura referencia[3] y se supo de la desbandada de la mayoría cuando la revolución se convierte en una prueba de resistencia. También allí comenzó, en fin, el juego psicológico del toma y daca entre Pepe la peste y yo. Algo tan viejo como un ritual de seducción, pero sin carne en el asador. Se trataba sobre todo de encontrar vías de gestos y miradas para poner cachondo al contrincante sin que pudiera ser científicamente demostrable.

Pepe la peste parecía simultáneamente tan puta como virgen[4] y yo por mi parte daba un doble sentido a los hechos y los actos. Mi actitud tanto podría interpretarse como un desaforado intento de hacerle el amor como una búsqueda de la oportunidad perfecta para hacerle un desplante en público.

La mal llamada relación de Pepe la peste conmigo transcurrió de esta manera durante mucho tiempo. Pasaron los encierros, cambió el curso, coincidimos en algún tugurio sin saberlo y en otros cruzando saludos. Durante esas noches desesperadas, cuando reina el tedio juvenil de quien lo tiene todo y sigue insatisfecho… alguna vez llegamos a intercambiar palabras y[5] puede que incluso llegaran a tocarse nuestras bocas. En mi memoria convive la sensación de unos labios finos y sorprendentemente lisos junto al recuerdo de sus pecas, de su cara regordeta y su sonrisa bobalicona… Hay también algún dato almacenado sobre su falta de caderas y el cuerpo mantecoso, pero por decoro no los citaré.

Lo cierto, tampoco puedo negarlo, es que en alguna de aquellas ocasiones no me habría importado tirarme a Pepe la peste si hubiera sabido cómo acceder a su corazón de piedra. Pero el entorno, mi etílica condición y la falta de experiencia no me permitían nada más allá de unos torpes balbuceos con lengua de trapo. Ni por asomo técnicas seductoras o planificación de estrategia alguna. Al final, como de costumbre, la vida me dejaba por imposible… ¿o era al revés?

Queda por decir que su apodo, Pepe la peste, fue obra compartida de Valentín Hermano y Josema. Elegido con esa mala leche que otorgan las ocurrencias certeras y elocuentes de quien[6] sólo busca herir en el centro de la diana. Lo mismo que el personaje homónimo de los dibujos animados[7], nuestra Pepe la peste desplegaba sus pretendidos encantos y sólo conseguía ahuyentar a la concurrencia, los candidatos. Como si fuera un don de la Naturaleza. Al igual que el personaje que le dio nombre, también de puro incrédula insistía. Esto daba como resultado ahondar en la imposibilidad del éxito.

Cuando me avisaban de su presencia cercana[8], invadía mi ánimo un desasosiego que yo no sabía si identificar como búsqueda o como huída.

Mi último recuerdo de Pepe la peste se pierde una madrugada entre calles recién amanecidas. Íbamos caminando en grupo[9] y casi nos buscábamos como opción definitiva. Valentín Hermano y Josema me arrastraron chistando hasta la puerta de un garaje cercano, imponiéndome silencio mientras reían su ocurrencia.

Conseguimos darle esquinazo entre las luces del alba. Jamás he vuelto a ver a Pepe la peste ni recuerdo su nombre… si es que alguna vez lo supe. Quizá el común destino de ambos unidos nos esperaba aquel día. Quizá desapareció con Pepe la peste un mundo imposible al acecho de nuestras vidas…

Me sentí traicionero, pero sin remordimiento alguno. Como un niño que se deshace de un juguete feo, pero le resulta indiferente al marcharse con sus amigos. Podría deciros cuál era la calle y describir su atuendo en blanco y negro. Con toda seguridad, recuerdo el garaje.




[1] Tratándose de una estudiante de pedagogía, por tanto, respondía al perfil típico.

[2] Nos resultaban así a quienes no aprovechábamos la oscuridad de las aulas para practicar el sexo.

[3] Por ejemplo: Seco Moco, camaleón de coyunturas, consiguió ligarse a Leticia MIRA, una chica de Qûqon que le duró unos añitos.

[4] Ya sé que no son términos incompatibles.

[5] No dudéis de que soy sincero cuando lo digo así.

[6] Sin miras ni respeto, como los niños.

[7] Recordemos que era una mofeta.

[8] “Ha pasado por aquí hace un rato Pepe la peste, escóndete”, decía Josema entre carcajadas.

[9] Pepe la peste con un horrible traje ‘espiga’.

 

 

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