Tamara

 

Catequesis

 

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Iceberg: la lechuga del amor propio, con cada hoja se abraza un poco más a sí misma, ocultando el corazón bajo una inmensa serie de cortinas de humo, bajo un caparazón de aparente auto-referencia que endurezca su núcleo vulnerable. Como Tamara Catequesis, una chica que yo conocía de mis tiempos de confirmación. Apareció en una fiesta llena de franceses, gentes de Jizzakh y desconocidos. Lugar: la casa de un amante de Agustina HUMOS, un guiri de nombre raro que vivía en un paseo donde aquella noche nos reencontramos casualmente Tamara Catequesis y yo.

Tamara Catequesis puso en práctica conmigo los aprendizajes de autodefensa que había adquirido al inicio de su carrera. Ahora era estudiante de Psicología. Por eso me confesó sin tapujos ni sonrojo[1] que en su día se había masturbado[2] pensando en mí. Le expliqué que aquel magnetismo adolescente había sido mutuo, las fantasías recíprocas… que era el momento de saldar cuentas si quería. Pero no me creyó: imaginó simplemente que yo pretendía sacar lucro sexual de la situación. Aplicándome el prejuicio de ‘macho-capaz-de-mentir-para-follar’, me dio carpetazo como pasado superado[3].

El cuadro de conjunto resultaba muy progre gracias a una amiga que la acompañaba[4]. Se perdieron ambas en la fiesta sin borrón ni cuenta nueva, mientras yo ajustaba las bisagras con una de las hermanas VACÍO y con Leonor COGE: hablando de que los perros son los lobos desertores, mercenarios.



[1] Pero con un evidente poso de misandria, con distancia propedéutica.

[2] Se había hecho deditos.

[3] Algo paralelo a lo que en su día me ocurrió con Asunción Kagan. Mi sinceridad sembraba desconfianza entre las féminas.

[4] Cuyas intenciones hacia Tamara Catequesis incluso yo adivinaba.

 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
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