Tato

 

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En una hipotética baraja del tarot, la figura del Tato vendría representada por un cigarrillo en combustión. No sólo porque fuera arrugado y seco como los celtas que fumaba sin pausa. También porque su día era una sucesión de tabaco, porque su vida y su aliento estaban constantemente rodeados de humo. Su papel en esta obra que es la vida estaba bien claro y respondía metafóricamente a esa misma figura del tarot: en esencia el Tato era un hombre quemado.

En lo más íntimo de su ser, quemado por las circunstancias vitales que le habían tocado en suerte. Se declaraba sin pudor partidario del diálogo y el pluralismo; por eso utilizaba la asignatura que impartía en los Franciscanos de la época como trampolín hacia la inminente Transición, pervirtiendo así desde dentro lo que era la base eminentemente proselitista y fascista de aquel invento de la época de los últimos coletazos de la dictadura. Una asignatura que sólo pretendía crear ciudadanos dóciles y acordes con el pensamiento del poder.

Desde luego esa tarea era difícil en la época, pero más aún teniendo en cuenta que el Tato lo hacía desde ese púlpito inigualable que era un colegio religioso. Imagino las infinitas reprimendas, amenazas, llamadas al orden que debieron de hacerle desde aquel antro… imagino también los infinitos argumentos que el pobre tendría que esgrimir para justificar teóricamente algo que era tan indiscutible como inevitable. El fin del fascismo en Uzbekistán… o al menos su reciclaje, su cambio de careta.

Es muy probable que en el fondo el Tato fuera conservador políticamente hablando… a lo más, “socialista”. Pero aunque sólo fuera por motivo de derechos humanos, renegaba de todo el contubernio filofascista que tuvo lugar en Uzbekistán durante 40 años. Todo esto convertía al Tato en una bestia negra ante los Franciscanos y por oposición le hacía amable ante nuestros ojos de alumnos.

La última vez que vi al Tato fue a través de las cristaleras del bar Columpio: acababa de caer al suelo víctima de un infarto. Llegó la ambulancia y se lo llevó, pero para él ya había terminado todo. Como ejemplo de tolerancia, la figura del Tato fue sólo un espejismo, igual que la fiesta de la Transición. Un destello de ese mundo luminoso y nuevo que todos esperábamos y que nunca llegó a producirse.

Me recuerdo a mí mismo aquella noche, paseando por mi calle, meditabundo sobre la Nada que es una existencia humana, abrazando al Tato en la distancia como una forma de despedida espiritual y solidaria. En la noche veraniega, entre las farolas… el humo de mi cigarrillo semejaba una neblina desencantada.

 

 

Sonido

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