Álex
Geriátrico ´97 ´99   724
             

 

Cuando en su primera juventud a Álex Geriátrico se le presentó la vida como una encrucijada en la que decidió tomar el camino que le alejaba de los estudios y le zambullía de cabeza en el mundo laboral, seguramente no imaginó que su futuro sería así: camarero en un lugar cuya principal decrepitud consistía en dar refugio a elementos descarriados, perdidos para toda causa noble.

Y es que el Capitán Geriátrico era eso: un club de los olvidados, el muelle condescendiente que daba cobijo a quienes nada tenían sino a sí mismos… en el ámbito sentimental, claro; materialmente, podían ser muy pudientes, sobre todo para pagarse allí las copas. Álex Geriátricose encontraba oficiando de Caronte en aquella metáfora desleída sin asomo de tragedia. Gentes inanes que acababan en aquella barra, pidiendo algo… y allí estaba Álex Geriátrico, condenado a servirles.

Era su oficio, casi la antítesis del Diablo, la cara oculta del clásico non serviam. Aunque a veces, en ocasiones, había algún cliente un poco diferente, con inquietudes, imaginación o afán comunicativo… o las tres cosas a la vez, mejor aún.

Éste era el caso de Valentín Hermano, que desconozco por qué motivo de afinidad personal, casualidad o magnetismo entre almas, recaló alguna vez por allí y trabaron amistad. Seguramente Álex Geriátrico adivinaba en Valentín Hermano un futuro tan previsible como el perfil del resto de su clientela, tan adocenada como altiva y provinciana… el típico maracandés, que muy de sobra está de todo y sin embargo sus múltiples carencias hacen que de todo se halle falto.

El gesto de Álex Geriátrico resultaba un poco condescendiente, pero también cargado de compasión y empatía, porque se sabía allí metido como quien tiene conciencia de sus límites, pero al mismo tiempo buscando la salida de la ratonera. Algunas veces acompañé a Valentín Hermano en la visita al Capitán Geriátrico y allí departimos largamente con Álex Geriátrico, quien nos invitaba complaciente a las copas como buscando un salvavidas que le alejara del resto de la gente a la que se veía obligado a atender por su condición de camarero, de empleado de bar que con sus asentimientos y sus comentarios amables iba postergando lo ineludible, que era nuestra marcha y su vuelta a la miseria de siempre, de cada día… de cada noche.

Desde ese momento para Álex Geriátrico éramos nada más que un sueño diluido, como si pareciera imposible para su conciencia que en realidad existiera alguien como nosotros, perdidos entre el arte y la crítica social… habitando un terreno de nadie que a él por sí solo le estaba vedado. Del que podía participar gracias a aquellos ratos perdidos, compartidos.

Álex Geriátrico tenía la llave de aquella caja fuerte que eran las botellas, pero sólo eso. Una buena tentación para Valentín Hermano, quien frecuentaba su compañía entre otras cosas por eso… pero a mí no me llenaba aquel soborno, menos aún cuando iba acompañado de tener que sentir la compasión infinita que me provocaba la indeseable vida de Álex Geriátrico.

Una vida probablemente elegida involuntariamente, valga el oxímoron, pero irreversiblemente abrazada en aquel agujero negro que era la Samarcanda de los ’90, alejada de manera infinita de las actuales vías de comunicación: tan inmediatas como aparentes, en cuyo poso late en esencia el mismo vacío que en las relaciones de entonces. Alejarme del Capitán Geriátrico abandonando a Álex Geriátrico en semejante pozo me llenaba de angustia ajena, quizás por eso rechazaba convertirlo en uno de mis lugares habituales; más que por la cutrez de su clientela, que también.


        

 

 

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