El turco     Turquía ´98 ´99 786
             

 

No consigo recordar a partir de qué rebote, pero hubo un día en que me encontré compartiendo piso en Conde Drácula con El turco. Casi con toda seguridad su presencia provenía de ese corporativismo de supervivencia que abunda en el mundo de la hostelería maracandesa: alguien que le conocía, a su vez conocía a alguien relacionado con alguno de los que éramos a la sazón habitantes del piso… finalmente pasó a formar parte de la plantilla.

El turco era un tipo algo entrado en años para mi punto de vista: seguramente cuarentón desde hacía algunos años, cosa que a mis treintaypocos parecía desmesurado. Si a ello añadimos que El turco carecía de pelo en casi todo el cráneo, estaba su rostro maltratado por las arrugas y su cerviz tendía a estar encorvada… el conjunto era de alguien demacrado, más que viejo.

Pero El turco era risueño y amable, de trato fácil y comprensivo, además de poseer unos ojos claros, de un azul casi celeste. El turco había decidido trasladarse a Samarcanda desde los Países Bajos, algo que a mí me llamaba poderosamente la atención: ¿por qué había renunciado a un nivel de vida tan objetivamente superior, abierto a las políticas sociales y la tolerancia… incluso con subvenciones? ¿Para sumergirse en el ambiente maracandés, racista por antonomasia y buscando pobres seres humanos a quienes explotar de múltiples maneras?

Aún hoy sigo sin comprenderlo, quizás porque me faltan elementos de juicio con los que poder comparar, puesto que jamás hasta el día de hoy he estado en los Países Bajos. El turco hablaba de cosas etéreas e inaprehensibles, como el espíritu de la gente, la calidez en el trato humano y la integración en el conjunto de la sociedad. A mí, francamente, Uzbekistán no me parecía envidiable ni digno de ser tomado como referencia: así que recelaba de su punto de vista, aunque no dudaba de que para él fuera así… probablemente lo tenía idealizado o bien lo evaluaba con parámetros diferentes a los míos.

El turco se desempeñaba con ahínco en el mundo de la hostelería: finalmente llegó a abrir un restaurante especializado en platos turcos, que llevaba por nombre una de las zonas más conocidas de su país. Degusté sus menús un par de veces y no estaban nada mal… si dejé de ir no hubo otro motivo que mi marcha definitiva de Samarcanda: de Uzbekistán también, por suerte.

Aunque durante mi experiencia compartiendo domicilio con El turco las sensaciones no fueron en exceso positivas por falta de higiene, sobre todo… no puedo afirmar que aquello se debiera a sus costumbres o su presencia. Algo del espíritu del piso de Conde Drácula contagiaba, conquistaba a quienes llegábamos a habitarlo y por él nos desenvolvíamos: como poseídos por una fuerza tan superior como sucia, frecuentábamos costumbres poco recomendables, relacionadas con las pelusas, la dejadez o la desidia.

Pero cuando El turco hablaba contigo y te dirigía aquella sonrisa franca, enmarcada en sus ojos azules y con el rostro surcado de experiencia, no podías dejar de empatizar con él, más allá de su gesto… que recordaba inequívocamente a una mantis religiosa si juntaba sus manos; algo que hacía con frecuencia mientras hablaba, supongo que con la intención de mostrar cercanía. No parecía lógico que quisiera devorarte, menos aún si el sexo no existía.


 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
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