Joaquín

CAMPECHANO

   

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La presencia de Joaquín CAMPECHANO contagiaba optimismo y buen rollo constantemente, tanto si estaba trabajando como si era en los ratos de asueto, relajados. Quizás tuviera que ver con la presencia física que le daba a Joaquín CAMPECHANO un cuerpo grandote pero no agresivo, rostro afable y sonriente acompañado de una barba y una calva brillantes y simpáticas: casi siempre estaba de buen humor, aunque alguna vez le vi contrariado… por cuestiones laborales, claro. Nada personal.

A pesar de que casi siempre estaba fuera del C.D.M., donde trabajábamos ambos;  yo realizando labores administrativas, él recorriendo siempre los centros de enseñanza para asesorar y apoyar a los docentes y su necesidad de formación permanente, en su tarea siempre inconclusa y perfectible.

Cuando pasaba por el C.D.M., Joaquín CAMPECHANO a menudo comentaba infinidad de anécdotas sobre la vida cotidiana que llevaba aparejada su tarea. Muchas veces hilarantes, otras patéticas… tal como es el mundillo de la enseñanza. Parecía que a Joaquín CAMPECHANO no le afectara aquello, sin embargo; era como si representara un papel en el que no creía excesivamente, pero desarrollaba su trabajo. En definitiva, era de lo que se trataba.

Quizá por ser alguien especializado en las etapas más elementales de la enseñanza, rodeado siempre de niños que no llegaban a los 12 años y de los maestros que los tenían a su cargo, a mí me daba la impresión de que Joaquín CAMPECHANO tenía un toque infantiloide: era elemental, pueril y simple como aquellos infantes con los que acostumbraba a tratar.

Pero claro, al igual que ocurre con el cuerpo, pasa con el espíritu: queda la duda de si Joaquín CAMPECHANO se dedicaba a eso porque era así ya desde antes o se había convertido en alguien con esa manera de ser como consecuencia de trabajar en semejante ambiente. En otras palabras: cuando el monje confecciona el hábito que lleva puesto, ¿se cumple aquello de que “el hábito no hace al monje”?

Queda la duda razonable, pero lo cierto es que tratar con Joaquín CAMPECHANO hacía que uno rebajara el nivel de exigencia intelectual, pero de forma inconsciente, automática. El cerebro propio cambiaba de registro para acomodarse al interlocutor y los temas tratados: no diré “rebajarse”, porque muchas veces en la simplicidad radica la esencia de las cosas… una vez decantadas o evaporado todo aquello que resulta superfluo.

Sólo que quedaba, muy al fondo del intelecto, la duda de si lo que manejaba Joaquín CAMPECHANO era simplicidad o simpleza… y por lo tanto, si al acomodarse a su registro no estaría uno haciendo concesiones a un mundo que se colaba de contrabando en la conversación y por lo tanto también en la vida misma… si no estaba siendo invadido por esa especie extraterrestre que vienen siendo los descerebrados en su hábitat natural, en estado puro. Si se le hubiera preguntado sobre esto a Joaquín CAMPECHANO, a buen seguro habría respondido con una sonora carcajada… tras haber meditado (o no).

 

 

 

 

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