Lelo

   

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Hay una forma de reír que nada tiene que ver con la alegría, porque más bien parece declaración de principios del carcajeante respecto a quien tiene enfrente, demostrando con el tono o las inflexiones de la risa, muchas veces sonidos guturales y espasmódicos, que está por encima de él. No es reírse de quien se tiene enfrente, sino reír como forma de poder, demostración de superioridad.

Ésta era la manera preferida, si no la única, que utilizaba el Lelo: por eso parecía simpático en un primer momento, por lo risueño. Pero enseguida se veía aquello como un lastre que ojalá hubiera sido simplemente foucaultiano, es decir, perspectiva de relaciones humanas en clave de relación de poder.

Una conversación con el Lelo, a poco superficial que fuera, enseguida afloraba la personalidad de aquel individuo: a caballo entre la megalomanía y el complejo de superioridad. Al Lelo se le llamaba así por sus orígenes geográficos, pero sin connotaciones negativas o xenófobas… después él, debido al afán de singularidad que le carcomía, hacía hincapié en todos los tópicos asociados a su nacionalidad, como regodeándose en una diferencia: aunque no le dejaba muy bien parado, que digamos. Ya se sabe cómo las gasta la tradición uzbeka: a los oriundos de su país les tiene adjudicado un perfil cuyo origen arranca de una mezcla singular. Admiración, envidia y desprecio. Una manera de sublimar la impotencia, buscando menospreciar aquello que les gustaría ser pero no saben cómo llegar a conseguirlo sin perder su identidad, tan estoica como acomplejada.

Todo esto se encontraba integrado en la personalidad del Lelo, en su forma de relacionarse con la gente. Aquella cara flaca y presta al gesto de suficiencia era la presentación en el mundo material del contenido difícilmente clasificable de aquella mente, en el fondo digna de compasión.

Pero el Lelo se pensaba la cúspide de la creación, de la Historia y de la Humanidad. Como a él le gustaba la electrónica, casualmente resultaba que era lo más elevado de la ciencia; como tenía una obsesión enfermiza por ganar dinero, aquello ponía la economía por encima de cualquier otra actividad humana; como a él le gustaba Prince, le calificaba sin pudor ni sonrojo como “el Mozart de los ‘90”… y así todo. Pintoresco, sin duda… la única duda era ¿a qué ingenioso locutorcillo se lo habría oído?

El problema de aquel chaval era que tenía facilidad para imaginar formas de hacerse rico: lo que ahora se llama un emprendedor. A través de Valentín Hermano me acabó salpicando con múltiples actividades económicas (¿Dónde vamos?, pegada de carteles y Telebuzón entre otras) sin más beneficio para mí que mil dolores de cabeza y ningún provecho monetario, como suele ocurrir con esta gente tan imaginativa como egoísta.

Al final todo se resolvía por su parte con una sonrisa de medio lado para quitarle importancia a los estériles desvelos de los demás, en este caso los míos. Porque el Lelo no podía reír de frente, tenía paralizada la mitad de la cara desde hacía años debido a un accidente doméstico: su pasión por la electricidad cuando niño le llevó a introducirse, inconsciente, un cable en la boca… ¡pero con corriente! El soplamocos que le arreó su madre sirvió para sacarle el cable de la boca del sopapo, salvándole así la vida… pero perdió movilidad facial y un buen trozo de la lengua en el suceso. Además de quedarle como tatuaje sobre la piel un par de dedos de recuerdo, que a pesar de los años aún perduraban.

De ahí también su pronunciación extraña del idioma, que la gente generalmente atribuía a su origen polaco, pero que nada tenía que ver éste en el asunto. Y de regalo en el lote de aquel día, también, la sonrisa de medio lado. Si el cerebro también quedó afectado y la personalidad era defectuosa desde entonces, o se sabía; esto formaba parte de la especulación, de cómo podría haber sido el Lelo en otro mundo posible.

 

 

 

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