Marcel

Rocker

 

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Risueño y descerebrado a partes iguales, a Marcel Rocker le encantaba haber encontrado su lugar ideal en el mundo: más que nada porque abrazando un credo, cultural en su caso, ya se le proporcionaban –de oficio– herramientas para resolver cualquier duda sin necesidad de utilizar el cerebro. Esto es archiconocido y sirve también para la religión o la política… y tantas otras maneras axiomáticas de enfrentar la vida.

En el caso de Marcel Rocker era la música rock y todo el universo que gira a su alrededor, que no sólo es capaz de llenar el aire con las infinitas melodías que caen bajo su omniabarcante égida: toda una estética y –dicho de manera grandilocuente– una manera de entender el mundo. O de no entenderlo en absoluto, como me parece que era el caso de Marcel Rocker; pero, teniendo respuestas fáciles… ¿a quién le interesa plantearse si las preguntas son las adecuadas? Puede que la condición juvenil de aquel chaval de ojos azules, tupé al uso y un lunar folklórico en el rostro tuviese algo que ver en el asunto, pero sin duda Marcel Rocker había alcanzado la condición de rockero con todas sus consecuencias. Esto incluía, por supuesto, vitaminas mentales en los momentos de euforia; pero también tratamientos terapéuticos de índole rockera para las depresiones, las resacas o simplemente los momentos de bajón.

Así que más que un embajador, Marcel Rocker resultaba un ejemplo diáfano de cómo funcionaba aquel esquema. Aunque sólo fuera como terapia, resultaba todo un éxito en su caso, pues le evitaba tener que enfrentarse a su propio vacío existencial… una Nada que aparentaba ser omnipresente en su vida, pues aparte de lo explicado hasta ahora, las diversiones de Marcel Rocker se reducían a alguna vejación sin importancia que le gustaba ejercer de tanto en tanto. Más que nada para demostrarse a sí mismo que era infinitamente gracioso y de paso demostrar científicamente quién mandaba en el mundo.

Una de esas técnicas que tenía perfeccionadas consistía en pellizcar pezones ajenos con la excusa de la vestimenta del contertulio: camisa, camiseta, corbata, traje… era indiferente. Lo que se llama daño gratuito, vamos. Eso sí, siempre aplicando el castigo sobre machos como él. Las mujeres, para Marcel Rocker, ya eran “otra cosa”. Conmigo lo utilizó un par de veces, aunque ya la primera le hice saber de la impertinencia de su actitud; es posible que fuese ésta precisamente la razón que le motivó para repetir la experiencia. Que si mi camisa de seda tenía un color muy llamativo… ¡qué sé yo! Cualquier bobada de las que giraban errantes en órbitas imprevisibles de aquel sistema solar raquítico que era su cerebro.

Poco después se le olvidó la tontería del pellizco… imagino que alguien con menos paciencia que yo le plantificó un par de hostias y a Marcel Rocker se le pasó de golpe la fiebre.

Pero en el fondo todo esto a Marcel Rocker le daba igual, seguro que encajó el episodio como uno de esos sucesos que suelen ocurrirles a quienes son contestatarios y no se dejan llevar por los esquemas aprendidos o heredados. No se trataba de eso, por supuesto, pero a Marcel Rocker sólo le importaba su interpretación de las cosas, no la realidad misma.

Y en aquel imaginario que poblaba el desperdicio cerebral habitante de su cráneo, únicamente había lugar para sus ídolos, sus gustos y sus apetencias elevadas a voluntad permanente. Jamás oí a Marcel Rocker hablar con coherencia de tema alguno, ni argumentar sobre situaciones de profundidad: más allá del brindis con el botellín, el grito gutural de su clan o la coreografía circunstancial… en aquella cabeza sólo cabía el mus.

 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
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