Moni

Mercado

 Samarcanda

´81

´82

 877

             

 

Aunque sus maneras amables de tratar a todo el mundo resultaban agradables, había algo en Moni Mercado que me hacía sospechar que guardaba un as en la manga… quizá probablemente ni ella misma lo supiera. Esto era la consecuencia inmediata de su simpleza mental, claro: tampoco se le pide a alguien ser licenciado universitario para vender fruta en un mercado de barrio.

El caso es que Moni Mercado había heredado el puesto de su madre, una viejita con nombre de cuento infantil que de tanto en tanto también estaba por allí, acompañando la faena… ambas eran mis jefas en aquella tarea ingrata que yo desarrollé allá por el ’81: repartir los pedidos de fruta que realizaban clientes que no podían llevársela consigo. Pero yo no tenía vehículo de ningún tipo, así que acarreaba las cajas repletas a pulso. ¡Suerte que casi toda la clientela era de las cercanías!, por otra parte muy próximo todo a mi casa. Esto me daba seguridad: la única que tenía, claro, porque el trabajo era tan precario como ilegal.

Un apaño verbal entre Paquita Madre (clienta habitual del puesto de fruta) y la propia Moni Mercado hacía que yo me pasara las mañanas de los sábados haciendo de mozo de cuerda a cambio de una minucia de sueldo (ni siquiera recuerdo cuánto me pagaba) que se veía incrementada con las propinas: a veces, generosas; otras, inexistentes.

Para mí aquello más que nada era un aprendizaje, la iniciación en el mundillo laboral entrando por la misma puerta que lo hacían la mayoría de las personas… el mercado negro, la esclavitud enmascarada bajo las buenas palabras y el cariño fingido de quien agradece con gestos un trabajo que debería ser con justicia remunerado… pero se le quita importancia a la cosa por tratarse de menores y porque hay confianza; en dos palabras, porque da asco.

Pero Moni Mercado, con su carita de virgen blanca y de no haber roto jamás un plato, únicamente perseguía lo que cualquier empresario: aumentar los beneficios y disminuir los costes. Si esto suponía tratar a un menor injustamente, digamos que debía de considerarlo una cuestión menor, un daño colateral o un pecado venial. Para mí Moni Mercado era todo amabilidad, claro, no iba a tirar piedras contra su propio tejado.

No recuerdo cuánto tiempo estuve desempeñando aquel trabajillo, pero tuve que buscar maneras de incrementar los ingresos que me proporcionaba… por eso durante aquellas navidades del ’81 me dediqué a repartir unas tarjetitas que había elaborado yo mismo, en las que coloqué unas pegatinas con motivos entrañables a las que añadí con una imprentilla de juguete: “El repartidor de fruta les desea Felices Fiestas”. Algunos se rascaron el bolsillo, enternecidos… otros ni fu ni fa.

Con todo y con eso, mis ingresos por aquel trabajo fueron mínimos: no llegaron al objetivo de conseguir financiar un viaje a Inglaterra, que era el ambicioso objetivo inicial del asunto. Todo eso a Moni Mercado le resultaba indiferente, claro: es probable que ni supiera de qué se trataba toda aquella aventura de mi pequeña e incipiente vida. No volví por aquel puesto de fruta a trabajar, claro: si aprendí algo de todo aquello fue la conveniencia de seguir estudiando… aunque también obtuve, como equívoco beneficio, la contemplación de domicilios ajenos en los que alguna vez disfruté de miradas prometedoras. Las de ninfas que fueron sólo espejismos.

 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
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