Profesora de música

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Probablemente en el interior de su cabeza el mundo era algo tan falto de armonía que pedía a gritos una aportación que lo compensara, por eso la Profesora de música se esforzaba cotidianamente en ser un contrapunto en aquél difícil equilibrio de la existencia que consistía en vivir cada día. Jamás comenté con ella nada de esto, ni de forma abstracta ni como conversaciones enfocadas a nada concreto del mundo en el que nuestras existencias coincidían. Esto último ocurría en el Instituto Fortaleza, donde ella ejercía la docencia como profesora de Música y yo hacía lo propio con la Artesanía y la Expresión plástica.

Siempre que la Profesora de música y yo coincidíamos era en las reuniones propias de las evaluaciones o bien algún día por los pasillos o la cafetería del centro. Aunque lo llevaba con mucha dignidad, la Profesora de música exudaba a través de su aura cierta resignación por tener que reducir la música a lo que allí era: una asignatura “maría” en la que el alumnado se dedicaba a perder el tiempo y desesperar a l@s docentes. Aquel entretenimiento a buen seguro para ella resultaba todo un desperdicio de energías y oportunidades para mejorar el espíritu de l@s quinceañer@s que por allí pasaban.

La Profesora de música se esmeraba con la estética, sin duda alguna; solía vestir muy conjuntada y cuidaba mucho la gama de colores que utilizaba en su vestuario, sin que esto quiera decir que pasara desapercibida. En ocasiones el dominante era el rojo, lo que sugería incluso repensar el Universo al completo. Por eso alguna vez estuve tentado de proponerle realizar una sesión fotográfica con ella como modelo… sin duda habría sido una experiencia positiva en el ámbito visual (y quién sabe si también en algún otro), porque yo tenía la intuición de que podía sacársele rendimiento estético a su actitud vital, trufada de elementos musicales, pero trasladados al ámbito cromático: ritmo, armonía y melodía en aquella intersección de sentidos tan evocadora de sinestesias.

Todo esto no eran más que cábalas de mi pensamiento febril; jamás llegué a proponerle nada y creo que fue mejor así, porque además de aquella actitud algo elitista de la Profesora de música también intuí, de alguna forma, una personalidad problemática, si no torturada. Probablemente la Profesora de música había tenido (no sé si disfrutado o sufrido) una educación y una infancia muy pijas, a la vista de la situación actual en la que parecía encontrarse.

En otras palabras, si nuestras respectivas maneras de ver el mundo coincidían en algo, seguramente era en la heterodoxia: ambos nos encontrábamos fuera de lugar y/o de tiempo en el mundo. Pero su respuesta musical, por ejemplo, era clásica mientras que la mía respondía al perfil tanguero. O en términos visuales, ella apostaba por una estética armónica militante, mientras que lo mío era algo estridente, aunque sin llegar al grunge por considerarlo en exceso sofisticado; más bien aquello mío era la fealdad en el vestir como forma contestataria… y es que heterodoxias las hay infinitas. Ella era el jarrón, yo la piedra. Imposible haber encontrado el ramo de flores capaz de combinar ambos elementos sin que algo acabara roto.

La Profesora de música circulaba por los pasillos del Instituto Fortaleza al igual que pueda hacerlo un fantasma por las mazmorras o los torreones de un castillo medieval: con una elegancia alejada de la materia, que sólo saben ostentar los ectoplasmas. Reivindicando con su presencia otras realidades más estéticas, pero incomprensibles para el común de los mortales precisamente por ser esto. De ahí que nuestra intersección tuviera lugar en un plano imposible, tan transparente como los espectros vagabundos.

 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
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