Primo de Carola

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La ventaja que proporciona ser alguien devoto o forofo es la misma de la que disfruta cualquier persona que tiene un credo: le dan las cosas masticadas y digeridas… otorgándole el dudoso beneficio de no tener que pensar. Quizá por eso resulta tentador, pues te ahorra un montón de lo que suelen llamarse “dolores de cabeza”, que no sería otra cosa que tener que usarla. El Primo de Carola iba con esa tarjeta de presentación por delante, se declaraba abierta e incondicionalmente seguidor de Locomía, aquel grupo musical de los ’80 cuyo mayor mérito consistía en mover abanicos durante la coreografía que representaban sus integrantes durante las actuaciones, que por entonces empezaban a marcar una tendencia, una forma de entender la música. Mucho más audiovisual, sin duda.

No recuerdo de dónde era el Primo de Carola: probablemente canario o andaluz, de algún lugar cuya calidez del clima resultaba difícilmente comprensible desde los mesetarios ojos de Samarcanda. El caso es que apareció en verano, época durante la cual la gente universitaria abandonaba su condición maracandesa, volviendo cada cual a su lugar de origen, dejando así un poco huérfana la ciudad… que enseguida se aprestaba a llenar la concurrencia con oriund@s de otros países (para disfrute de la Tuna y los buitres), por lo que en Samarcanda durante el verano no había desierto, sino metamorfosis.

Eso sí, el ambiente más intelectual del resto del año era suplantado por otro: más festivo, en el sentido folklórico del término. Esto al Primo de Carola le venía que ni pintado, porque su fuerte no era precisamente el pensamiento, sino que tendía mucho más hacia lo corporal: el ritmo y su combinación con el entretenimiento festivo de las copas como pasatiempo favorito. Aquel chaval disfrutaba horrores, devoraba las horas deambulando errático entre los infinitos bares de Samarcanda: no los conocía, pero le daba igual. Seguía las recomendaciones de su prima Carola y lo demás venía por añadidura. En otras palabras, no tenía prejuicios; como suele decirse, se apuntaba a un bombardeo.

El carácter risueño, jovial y ocurrente del Primo de Carola, añadido a su condición de reputado noctámbulo disfrutador del ambiente hacía el resto. Casualmente coincidió una noche con Valentín Hermano ante la barra del Plátanos, donde trabajaba Carola: les presentó e hicieron buenas migas, así que durante los días que duró la estancia del Primo de Carola en Samarcanda, con frecuencia emprendieron juntos excursiones nocturnas.

El Primo de Carola tenía muchos recursos y era fácil de convencer para cualquier proyecto al amparo de la nocturnidad, por muy descabellado que pudiera parecer. Tanto es así que los dos juntos una noche disfrutaron coleccionando las plaquitas de plástico que indican marca y modelo en la parte trasera de los coches. Llegaron a recopilar más de 50 e incluso en alguno de los vehículos se animaron a llevarse también la placa de matrícula: por exótica, por extranjera. Una diversión como otra cualquiera, sólo que algo más vandálica que las habituales.

Eran cerca de las 4 de la mañana cuando procedían a recaudar uno de sus trofeos; la calle era pequeña y oscura… la trasera de un gran hotel. Así que el vigilante del mismo les descubrió, llamándoles la atención y reconviniéndoles por lo que hacían. El Primo de Carola se detuvo, encarándose con él; mirándole a la cara le dijo: “¿Acaso es tuyo? ¿No? Pues entonces ¡déjanos en paz!” y continuaron recaudando piezas cinegéticas. El vigilante no dijo nada más. Quizás de alguna manera influyese el hecho de que el Primo de Carola fuera lo que suele llamarse “alguien con mucha pluma”, para referirse a quienes denotan sin tapujos su condición amanerada y/u homosexual. No lo sé, el caso es que sumaron el trofeo a la colección y continuaron así el resto de la noche, impunemente: cobrando aquella variante de impuesto revolucionario.

 

 

 

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