KAGAN

KA – 1.2.

Generalidades

saharauis

Zona   Los Abetos

1964

072

 

 

Alrededor de Los Campos había principalmente dos zonas adyacentes: justo a la entrada del pueblo, la carretera se bifurcaba y mientras continuaba hacia adelante por la parte izquierda hasta llegar al parque… hacia la derecha hacía una circunvalación por el barrio El Descanso[1] para más adelante girar hasta entroncar con la carretera principal justo tras el puente. Entre ambas carreteras estaba Los Campos: a su derecha, por tanto, el barrio El Descanso… y a su izquierda un lado más salvaje, la vertiente más agreste y menos civilizada: era todo lo que se llamaba de manera genérica Los Abetos. Significaba ascender orográficamente, porque se trataba de la ladera del monte.

A pesar de que había un acceso habilitado para los vehículos[2], por lo general para los habitantes del barrio aquél era un acceso excepcional. Lo más corriente era subir directamente por unos senderos asilvestrados que resultaban más incómodos, pero inmediatos.

ESCUELAS

Cuando alguien en verano decía “me voy a Los Abetos” significaba una excursión de andar por casa. La otra opción era la civilización (adentrarse por el Parque, el centro, la ciudad de verdad. En este caso la frase era “me voy a Kagan”… como si Los Campos fueran otra ciudad, el apartheid).

En fin, irse a Los Abetos significaba algo más: una declaración de principios, la aventura de carácter cotidiano… pero ésta era la visión que teníamos los de fuera.

Para los aborígenes Los Abetos era principalmente el lugar en el que estaban las Escuelas: donde sufrían durante el resto del año la tortura de la enseñanza[3]. Allí, entre la maleza, las precarias infraestructuras y la falta de previsión en todos los sentidos… se alzaban unos bloques de una sola planta, de construcción tosca pero resistente. Eran las Escuelas, el lugar reservado para una instrucción intelectual que recordaba más a un campo de concentración que a un lugar en el que el espíritu pudiera verse reconducido de manera natural hacia la sabiduría.

Viéndolo desde el verano[4] parecía habitable… pero a través de las ventanas podía imaginarse fácilmente que aquello durante las épocas más hostiles de la climatología, resultaba impracticable: humana y materialmente. Barro, hojarasca y frío eran sin duda las señas de identidad de aquel paraje. Para los infantes que allí se hacinaban a diario, asociar el aprendizaje a semejante entorno hostil seguramente constituía una auténtica tortura, garantizaba el fracaso… Sólo superable por un espíritu tan positivo como inconsciente: el de los niños, capaces de convertirlo todo en aventura.

Realmente parecía un milagro que de allí llegasen a surgir vocaciones suficientes como para contribuir a llenar en su vida futura el cupo correspondiente que había de llevar a los más afortunados algún día hasta los institutos[5]. Sin duda las Escuelas de Los Abetos eran una primera criba intelectual que la mayoría estadística de los habitantes de la cantera de Los Campos[6] no pasaba, con toda seguridad.

Cuando íbamos por la zona en verano, como al descuido, podían respirarse[7] todas aquellas historias cotidianas de exilio y frustración que hacinaban por igual a docentes y discentes en un lugar inhumano. Pero para mis amigos el verano lo transformaba todo: entonces se trataba sólo de una parte del paisaje que acompañaba a los momentos de expansión del espíritu en la Naturaleza.

En definitiva Los Abetos era una zona de recreo casi salvaje, campestre en el mejor sentido de la palabra: incluso había una ruta tipo colacao para dirigir a los amantes de la vida sana, indicándoles posibles ejercicios que combinaban el jogging, los abdominales y múltiples recetas por el estilo para disfrutar del campo saludablemente. Resultaba un lugar casi perfecto, cuya única circunstancia molesta era lo que tenía de mundo civilizado. Porque aparte de las Escuelas ya citadas, había una zona inmensa que el ser humano había conquistado, arrebatado a la Naturaleza.

MONTE MANOLO

Se trataba de un proyecto megalómano, inmenso, llamado Monte Manolo: incluía una iglesia tipo catedralicio[8], la casa del párroco, una cafetería y diversos espacios diseñados para el disfrute y esparcimiento del populacho: entre estatuas, plazas a cielo abierto y alguna que otra de las intenciones monumentales que había por allí dispersas.

El asunto era simple: durante la guerra el hijo de una de las familias ricas de Kagan[9] murió en aquel inútil sacrificio que arrastró como la lengua de un glaciar a cientos de miles de personas, tal como ha demostrado la Historia. Sin entrar a valorar el asunto, baste decir que los padres que podían permitírselo, a diferencia de la mayoría de los muertos… decidieron crear[10] aquella obra faraónica.

Como ya he dicho uno de los accesos era por carretera, pero había otros dos, peatonales: escalinatas ambas. Una de ellas, con el mismo trayecto que la carretera pero en línea recta, la “entrada de servicio”. La otra más estrecha subía por un lateral, desde la carretera general hasta la iglesia: vía de ascenso hacia la divinidad en toda regla.

Las primeras escaleras contaban con un frontispicio que indicaba Monte Manolo. Una vez que se alcanzaba el final: además de una vista privilegiada del entorno había un inmenso lugar para aparcamiento, podían verse las otras escaleras[11], una fuente, grandes espacios adyacentes a la propia iglesia… En definitiva, sí, todo el monte al servicio de la memoria de Manolo: asesinado por los rojos, claro. Pero… ¿cuántos Manolos del otro bando murieron también en la misma guerra?

Infinidad, seguro… aunque aquéllos no existían ni en la memoria, pues sus padres no tenían dinero suficiente para apropiarse de un monte con el beneplácito de las autoridades[12] y dejar huella para la posteridad. El homenaje a la vida que sólo puede hacer desde el remordimiento quien previamente ha sembrado la muerte.

Para nosotros todo eso resultaba indiferente. Nos movíamos por allí con la inconsciencia intuitiva de quienes son ajenos a toda la mandanga de las ideologías: éramos niños y disfrutábamos de la iglesia cerrada y sus sugerentes alrededores… Más aún cuando, junto a nuestros padres, habíamos ido a oficios religiosos con motivo de celebraciones al caso y sabíamos que había cosas dentro, incluso aunque no se vieran. Emulábamos ceremoniales, recordábamos e imaginábamos… desde allí, mirando hacia la puesta de sol, sentados sobre el frío granito… una inmensidad de cosas que sólo recuerdo vagamente.

Después ya fuimos creciendo y todo aquel montaje pasó a ser un decorado ideal para el camuflaje. Un sitio al que ir para esconderse –según decían– y experimentar besos furtivos muchas veces, en ejercicios de parejas adolescentes… o el refugio –según contaban– para grupos iniciáticos que amparados por escondites compartían secretos de machos para el placer solitario.

Monte Manolo era como una zona ganada al monte natural, algo así como lo que ha conseguido Holanda con los polders, aunque en versión de secano: fascista y de andar por casa. Pero Los Abetos eran mucho más, aunque hubiera que ir con mil ojos. Tanto las Escuelas como Monte Manolo eran peligrosos para nosotros… estaban vigilados, eran civilizados.

Por eso muchas veces ni nos acercábamos… mirábamos de lejos aquellas estatuas medio rotas[13] que no entendíamos… aunque tampoco nos importaran… Pasábamos entre aquellas megalomanías amenazantes… sólo para disfrutar del entorno: Los Abetos, que era lo que realmente nos importaba. Lo demás parecía una invasión humana, por eso mismo prescindible. El espíritu de aquella zona, incluyendo todo su amplio abanico geográfico y el influjo que caía bajo sus dominios (piscina incluida, con el paso del tiempo), podía ser resumido en una frase sintética de la sabiduría popular: cuesta arriba, duele la barriga; cuesta abajo, rueda el saco.



[1] Dentro de éste se encontraba el cementerio.

[2] Una carretera cuya entrada estaba mucho más abajo de la bifurcación: junto a la entrada del puente, entre antiguas fábricas textiles.

[3] También un poco de educación, pero ésta era ya otra historia.

[4] Como era mi caso, alguna vez que nos aventuramos en aquella excursión clandestina: corríamos el riesgo de que nos culparan de los cristales siempre rotos.

[5] El de Bachillerato, Instituto Ramiro García o el Instituto de Futuros Currantes.

[6] A quienes correspondía acudir por motivos geográficos.

[7] Entre el ambiente fresco y salvaje de Los Abetos.

[8] Que casi siempre estaba vacía, convirtiéndose en todo un símbolo de lo que era realmente el culto a la divinidad. Alejada ésta de la vida cotidiana: pero por abandono de unos rebaños que con gusto habrían seguido cualquier indicio de luz… que permanecía ausente.

[9] No recuerdo el apellido, pero es indiferente.

[10] Como homenaje a la memoria de su hijo Manolo, una vez “ganada” la guerra.

[11] Paralelas a la carretera, enormes en tamaño y paisaje: grandilocuentes.

[12] Que repartían a su antojo cuanto había, sin justicia, sólo con afanes de venganza y represión.

[13] Por el vandalismo y los elementos.

 

 

Sonido

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