SAMARCANDA

SA - 3.06.

Curros

maracandeses

Hotel

"Rana"

1983

090

 

Con mis 18 años recién cumplidos imagino que yo representaba una auténtica golosina para el mundo empresarial: sin duda, un jovencito inexperto resulta apetecible por su capacidad de trabajo y su simultáneo desconocimiento de los asuntos laborales[1]. Una perita en dulce para la familia empresarial que regentaba el Hotel Rana. Antes de que empiece a acumularse experiencia… que otorga un grado en cuanto al trabajo, pero también va curtiendo y perfilando la personalidad: lo que habitualmente se llama la “vida laboral”.

Valentín Padre trabajaba de manera sumergida para sacar algún dinero que permitiese llevar adelante la familia, porque sistemáticamente se le cerraban las puertas del mercado laboral… y lo hacía con Andrés Primo, un familiar de Paquita Madre[2].

En realidad se trataba de un complejo que incluía hotel, camping y piscinas: estas últimas, al no ser climatizadas, sólo en temporada estival. Destinado a ofertar ocio casi en la capital: estaba en lo que entonces eran las afueras… a tres o cuatro kilómetros. Aunque las comunicaciones permitían también la circulación de personal en doble sentido. Huéspedes y campistas podían ir fácilmente a Samarcanda en autobús, al igual que los maracandeses podían ir al Hotel Rana: sobre todo a la piscina.

De hecho, aquí es donde yo trabajé: en los vestuarios masculinos de la misma. Cada mañana (tempranito, pero no mucho): autobús y al Hotel Rana. Desde las 11 que se abría hasta las 8 de la tarde que se cerraba, mi condena era de lo más sencillo: custodiar las prendas de vestir que los bañistas dejaban a mi cuidado.

Había un rato de descanso, a la hora de comer, en la que estaba previamente acordado que podía dejar mi puesto durante media hora para ir a reponer fuerzas… Por un módico precio[3] tenía acceso al menú del Hotel Rana: pero el especial para trabajadores… que era impuesto, no podía elegirse.

A pesar de ello, el precio era tan atractivo que enseguida uno descartaba la idea de llevarse la comida de casa… aunque en ocasiones hubiera sorpresas que no siempre eran agradables.

De ahí que, entre los empleados que hacíamos uso de aquel comedor popular, existiese una especie de mitología acerca de la comida: parte de la misma residía en los nombres apócrifos que se les daba a los platos. Cada día, al entrar y salir del sótano en el que estaba nuestro comedor de empleados, solía haber anticipos de información en los inevitables cruces: “Hoy tocan pitos de mono” era de las más escuchadas, refiriéndose a unas salchichas acompañadas con una salsa sospechosamente fluorescente.

La tendencia natural era a quejarse… supongo que como forma sublimada de protesta por unas condiciones laborales que dejaban mucho que desear. Excepcionalmente la comida era buena, aunque por lo general, sin ser mala, rayaba lo mediocre.

Pero también influía sobremanera la imagen que transmitían los cocineros: uno alto, gordo y bigotudo… lejano del ideal higiénico. El otro bajito y con el pelo siempre engominado o con una sospechosa grasa que según las malas lenguas procedía de las propias sartenes.

Así como la imagen de la cocina misma: los techos de color negro hacían sospechar de su falta de limpieza.

También contribuía al ambiente desolador que inundaba el rincón culinario la presencia de la mujer del jefe: una abuela con cara de pocos amigos que siempre estaba junto a la barra en la que nos despachaban la comida. Vigilante y desconfiada no se sabía muy bien de qué… y con la afición constante de tocarse los sabañones, mientras a su lado los zapatos contemplaban impasibles aquella tarea sin fin.

El secreto residía en ignorar su presencia cuando uno iba a comer: cosa por otra parte sencilla, puesto que ni siquiera saludaba. Pero a veces resultaba imposible: como en aquella ocasión en la cual, estando yo a la espera de mi plato, irrumpió un camarero en la cocina, pidiéndoles algo a los cocineros.

“¿Es p’arriba?” –preguntó ella, refiriéndose a si se trataba de algún pedido procedente de las habitaciones del Hotel Rana[4]. “Sí” –contestó el empleado. “Pues deja, ya me ocupo yo” –le dijo al cocinero.

Con las mismas manitas de tocarse los sabañones, se puso los zapatos… justo antes de empezar a manipular los alimentos directamente: sin instrumentos, guantes o lavado previo de manos… Si aquél era el servicio que recibían los privilegiados, a mí me producía vértigo pensar cómo prepararían fuera de mi vista aquello que después me entregaban para comer cada día. Decididamente, era mejor no planteárselo.

En relación con esto, otra de las historias que iban de boca en boca era la del día que el jefe decidió comer en el hotel… y al levantar el escalope que le llevaban, descubrió un par de escupitajos. Queda por saber qué había de verdad en todo aquello y sobre todo por qué levantó el escalope. Por supuesto, también decían que el despido de los implicados fue inmediato.

Debido a esta serie de motivos[5] había entre la plantilla una cómplice y compartida aversión hacia todo el clan familiar que ostentaba el poder y la propiedad casi feudal de aquel complejo.

Además de la pareja de viejos, ya caducos, estaba el primogénito, supuesto heredero del imperio: un tipo bajito y con ojeras que ostentaba una macilenta cara de mala hostia. Era la digna generación que venía a relevar a la del colaboracionista fascistoide que marchaba por obligaciones de edad… también había un segundo hermano que hacía de comparsa.

Cuando se acercaba alguien de “la familia”[6], un gesto para tocarse levemente la nariz era la seña que ponía en alerta a toda la plantilla cercana: camareros, cocineros, mecánicos, jardineros… Y ocurría con frecuencia, porque la única tarea de aquel clan consistía en ejercer una presión psicológica constante sobre la plantilla para evitar el escaqueo. Que los trabajadores se sintieran tan culpables que trabajaran, aunque no hubiera nada que hacer. Perseguirles, porque siempre habrá algo pendiente: ése era el secreto.

Así ocurría también los días que hubo mal tiempo durante aquel verano del ’83… y fueron muchos: la piscina sin gente, aburrimiento soberano y las horas que no querían pasar.

Por lo general yo lo compensaba leyendo, porque en el vestuario tenía espacio para hacerlo cómodamente. Además acababa de terminar el último curso previo a la Universidad y el año siguiente empezaría a estudiar Derecho: había aprobado la Selectividad, lo que me otorgaba un verano intelectualmente sabático. Así transcurrían mis ratos sin trabajo.

Un trabajo que los días de sol era tan sencillo como mecánico: custodiar la ropa de los bañistas y entregarles la ficha con el número para que después pudiesen recuperarla con éxito. Intercambiar saludos amables y alguna que otra vez contemplar involuntariamente algún desnudo masculino: en eso consistía todo.

Luego estaba lo de la convivencia, el asunto humano. Como compañeros de trabajo: la chica del vestuario femenino[7], el socorrista[8] y el taquillero[9].

Colegueo con algunos de los operarios, gafas de espejo para contemplar impunemente a las bañistas y poco más… Éste era el menú del alimento espiritual que las horas iban trayendo: aburrimiento de ver bañar a los demás sin poder hacerlo uno mismo… el famoso tema de trabajar donde otros se divierten[10].

Esto era lo que completaba el paisaje de aquel sitio: supuestamente selecto por la fama y las estrellas del Hotel Rana, pero que ni siquiera llegaba a ser pijo. Una versión descafeinada del ‘quiero y no puedo’ maracandés.

Algún día, excepcionalidades: por ejemplo, aquella ocasión en la que vino a la piscina el primo del jefe, notoriamente borracho. Se bañó en seco: sol, toalla, siesta y vestuario… ni pasó por el agua. De esos episodios podía prescindirse sin remordimientos. Otras veces, escenas para la reflexión: los días de lluvia, el jefe paseando su mal humor por la falta de recaudación, pero incapaz de darnos el día libre por mucha tormenta que hubiera… ¡como si el mal tiempo fuera culpa nuestra!

Así se iba agotando aquella condena de 90 días sin descanso que yo cumplía: ni festivos, ni fines de semana. Parecía no terminar nunca. Ser una pieza de aquel engranaje le quitaba a uno las ganas de trabajar. Sólo pensando que alguien podía llegar a identificarse con el Hotel Rana me provocaba náuseas.

Quizá por eso no volví a hacer jamás un verano como aquél: ni siquiera recuerdo que me lo propusieran. Para el futuro el asunto quedó reducido a que Valentín Padre heredó el trabajo de taquilla. Ni Valentín Hermano ni yo volvimos por allí a trabajar… mucho menos a bañarnos.

Decididamente la empresa privada y yo teníamos pocas cosas que aportarnos respectivamente… al menos en lo que al mundo de la hostelería se refiere. Con aquella experiencia quedó patente. Aparte de las experiencias positivas, que también las hubo gracias al trabajo: conocer a Pascual el gris[11] o a la loca Alejandra Ref. Cecilio Dalton.

Años más tarde, cuando solicitaba mi historial laboral para aportarlo en alguna oferta de trabajo, acordándome del Hotel Rana, pensaba: “Vengo a pedir un certificado de ‘muerte laboral’”.



[1] Incluidos los sindicales.

[2] Además de trabajar en la compañía eléctrica de Samarcanda, tenía un despachito en el que llevaba la contabilidad de algunas empresas;entre ellas, la de Mariano MAMÓN, llamada Hotel Rana.

[3] Lo que ahora serían 30 céntimos de euro, pero en el año ’83.

[4] A las que se suponía trato preferente respecto al restaurante.

[5] E imagino que por muchos otros más.

[6] Léase con voz de Corleone.

[7] Pepita Rana, una señora destripaterrones cuyo marido trabajaba en el camping.

[8] Alejandro Rana, un musculitos descerebrado.

[9] Valentín Hermano, al que la custodia de la recaudación le dio más de un dolor de cabeza.

[10] Como suele decirse tópicamente de los ginecólogos.

[11] El simpático pinchadiscos de una discoteca de moda.

 

 

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