SAMARCANDA

SA - 1.4.5.

Estudios

maracandeses

UdeS

Filosofía

1985

094

 

 

FILOSOFÍA DE VIDA Y FILOSOFÍA DE MUERTE

Imagina que te examinaran del juego que más te gusta. Que tuvieras que hacer un ejercicio intelectual consistente en encontrar las palabras que correspondieran a tu intuición en el juego de la vida: ésa que normalmente se expresa en infinitos lenguajes no verbales. La formalización lingüística de esa intuición.

Imagina cómo de gratificante sería el esfuerzo, pues te permitiría conseguir matices nuevos de una sensación hasta entonces archiconocida, pero que jamás te habías planteado en esos términos. ¡Cuántas vías recién inauguradas para comunicarte contigo mismo, para un trasvase de sensaciones e ideas!

Es un juego dentro del juego, un espejo frente a otro para multiplicar hasta el infinito los reflejos. Cada uno va modificando el anterior. Además de ser inagotable, sólo depende de tu vocación hacia esta sana ludopatía.

Eso era para nosotros la filosofía: por eso le dedicábamos 24 horas al día… o más. El mundo entero sólo era un inmenso laboratorio en el que experimentar nuestras ocurrencias, ideas, especulaciones y teorías. Para ir descartando todo cuanto no fuera válido en un mundo regido por un número infinito de hipótesis: las que pueden proceder de la imaginación humana.

Puesto que éramos al mismo tiempo estudiantes y estudiados, puesto que nos poníamos en la palestra del ámbito de investigación… estábamos éticamente legitimados para utilizar a los demás como conejillos de indias, en la medida que cada uno nos cosificábamos a nosotros mismos. Por eso entre nosotros había una complicidad de investigadores en su salsa, en su tinta… que iba más allá de las palabras, incluso de las ideas.

CRONOLOGÍA

Entre nosotros regían unas leyes éticas no formuladas, que arrancaban de este principio básico: si uno mismo está en cuestión y forma parte de la investigación como el objeto de un juego, hay que aceptar sin remedio que el prójimo tiene la misma consideración que uno mismo y requiere el mismo respeto, en la medida que también asume este papel.

Así, nos tratábamos de igual a igual: aparcando el egoísmo aunque sólo fuera por los posibles réditos futuros del éxito. Aprender de los mundos ajenos, interiorizarlos hasta comprenderlos por hacerlos propios, era la metodología habitual: la empatía.

De esta manera llegamos a zambullirnos sin mayor dificultad en mundos tenebrosos y oscuros, como los de Schopenhauer o Heidegger, por ejemplo.

Aquel planteamiento absoluto, iniciático y hermético, se desarrolló después hacia el interior: pero al no permitir la entrada de aire nuevo, su atmósfera se enrarecía paulatinamente y comenzaba a ser asfixiante. Por eso a partir de aquel momento cambió nuestra actitud hacia el mundo.

Abrimos puertas y ventanas, ventilamos el habitáculo haciendo entrar en la estancia a infinitos personajes que hasta entonces habían permanecido fuera. Porque al ser ajenos, tenían la capacidad de renovar nuestro entorno… de traer un aire nuevo a nuestro mundo antes incomunicado. Multiplicando por infinito el contenido del universo. Así fue como llegamos a la siguiente etapa, que se nutría de la riqueza de cuanto de metafórico hay en el mundo.

Habíamos convertido a la filosofía en una herramienta de supervivencia: capaz de poner a nuestros pies la poesía nuestra de cada día. La filosofía pasó a ser la piedra filosofal para lo que antes sólo era una realidad inhóspita, ajena y fea. Se convirtió en el pasaporte con el que poder traspasar cualquier frontera, con mayor motivo si el resto de las personas venían de mundos de fuera, si para la filosofía eran extraterrestres.

DESDE FUERA Y HACIA ADENTRO

Soy licenciado en filosofía desde hace más de 30 años. Como a la mayoría de los mortales se les escapará el significado profundo de este hecho, valgan las siguientes páginas para ilustrar mínimamente los antecedentes y las consecuencias del mismo.

Cualquier acontecimiento vital marca, “imprime carácter” de tal manera que particulariza la vida hasta el extremo de hacerla única.

Quien alguna vez en su vida haya experimentado una alteración de conciencia, podrá evaluar qué significa una vida en alteración constante: cuando la excepción se convierte en norma.

¿Qué ocurre cuando algo es una vocación? Hagas lo que hagas, pasará por un tamiz, una especie de filtro que convertirá la vida en una parte de dicha vocación. Esto otorga una libertad absoluta: puedes hacer cualquier cosa, porque acabará revertiendo en ella. Pero también es un encadenamiento total, pues demuestra que “la libertad es la cárcel más grande de todas las cárceles”[1]. Engloba de manera absoluta todo lo existente y por existir: es una resolución fatalista de la Tercera Antinomia kantiana[2].

La Facultad de Filosofía era un rincón al que iban a parar marginados e incomprendidos capaces de organizar su pensamiento[3]: un contenedor social en el que almacenar la diferencia, un guetto que iba entregando y recogiendo el relevo generacional.

Actualmente se pretende erradicar ese apartado social porque no se considera productivo en términos capitalistas, lo que provocará sin duda nefastas consecuencias: no sólo desde el punto de vista de las aportaciones de ese colectivo para el progreso de la sociedad… también para la convivencia tolerante entre las distintas sensibilidades de la misma.

Energías desperdigadas por el Universo, más o menos contestatarias pero siempre incómodas, inconformistas… buscando un lugar en el mundo que por alguna razón[4] los avatares de la existencia les habían negado. Sin duda, la traslación lógica de esa posibilidad[5] era el motor inmóvil que llevaba a que todas las persona(lidade)s de tan diferente pelaje fueran a desembocar en la Facultad de Filosofía.

Si se quiere una metáfora óptica, éste era un lugar semejante a una lente convergente… porque rayos que de otra forma se[6] habrían perdido en un éter incapaz de comprenderlos, de esta manera se reconducían hacia/hasta un potente rayo lumínico al que se le reconocía su entidad propia, característica… si bien es cierto que la sociedad lo apartaba, porque consideraba que contagiarse de la filosofía resultaba algo similar a contraer la lepra... o de la poesía, como quien ha sucumbido a la peste.

Ser estudiante de Filosofía significaba llevar una etiqueta adherida, socialmente reconocible y con unas características aparejadas[7]: toda una suerte de lugares comunes[8], un colectivo al que la sociedad ya daba por perdido e irrecuperable… en la esperanza de que el paso del tiempo convirtiera a los colectivos que giraban alrededor de la Facultad de Filosofía en algo “a extinguir”: así suele calificarse en general[9] a un enemigo cuyo cadáver –antes o después– pasará ante puertas pacientes, impersonales y eternas.

Lo que nos resultaba más fascinante de la Facultad de Filosofía sin duda era que se trataba de una burbuja de irrealidad en el mundo materialista que nos rodeaba. En ella no se calificaba ni clasificaba a alguien por quién era o cuánto dinero tenía; sólo se hacía por su capacidad de pensamiento, fuera éste acorde o no con el propio.

Así, crecimos en aquel entorno y desarrollamos nuestra capacidad intelectual al abrigo de estos valores, tan alejados del mundo real. Muchos de nosotros los tomamos como referencia para la vida cotidiana, heredando por tanto de ellos una incompatibilidad manifiesta para seguir una vida normal.

Porque el hábitat natural claramente es otro: según el paradigma imperante, pensar lo puede hacer cualquiera… además de ser inútil si no sirve para enriquecerse materialmente.

Por eso en general se considera que el mundo de la filosofía es inútil, tanto social como personalmente. Relegándolo así a un mero pasatiempo, desterrándolo de todo academicismo que no sea económicamente rentable.

El tiempo está demostrando que esto que se hace es equivalente a venderle el alma al diablo: se construyen castillos inmensos sin la adecuada cimentación, lo que garantiza su fracaso, su derrumbamiento antes o después. Sobre un ser humano vacío no puede construirse más que un imperio basado en la automentira y la complacencia intrascendente.

Por muchas y muy distintas causas, las individualidades que acudían a la Facultad de Filosofía era como si regresaran a un lugar del que habían partido algún día. Una perversa metáfora temporal que ponía el futuro por delante del pasado: algo así como un “big bang” a la inversa, succionando personas y energías que de alguna forma más o menos incomprensible pertenecían a ese lugar al que ahora volvían.

Una demostración de que la anamnesis platónica[10] se percataba de hasta qué punto es cierto aquello de que “conocer es recordar”.

A medida que iban creciendo los conocimientos, desfilaba y se desgranaba todo un racimo de sabiduría que a menudo hacía pensar al futuro filósofo: “Claro, esto ya lo sabía, aunque no supiera expresarlo o no supiera que lo sabía. La Facultad de Filosofía me sirve para formalizar conocimientos que ya estaban en mí previamente”.

De ahí la imposibilidad del fracaso académico. Allí sólo se aprendía un lenguaje: el que permitía la comunicación de uno consigo mismo y (de rebote) con un mundo hasta entonces sordo… se trataba únicamente de un problema de traducción, de lenguaje.

En definitiva, comprobar en propias carnes el sentido más profundo de la archiconocida afirmación de Wittgenstein: “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”.

Todo esto hacía que se produjera un tipo de comunicación no verbal y se compartiese un talante entre los habitantes[11] de la Facultad de Filosofía que podría explicarse en términos esotéricos a partir de algún tipo de teoría sobre energías circulantes… tampoco resultaría excesivamente descabellada.

No era tanto corporativismo, sino la conciencia inconsciente de formar parte de un mismo territorio inmaterial, fuera de toda geografía: en este sentido, utopía.

Siendo por tanto compatriotas de lo apátrida, los grupos de clase devenían países, los subgrupos en los que éstas se organizaban[12] suponían regiones… y el pupitre era poco menos que la patria chica, el lugar de nacimiento, siguiendo con la metáfora.

Intercambiar apuntes significaba cruzar puentes levadizos mostrando un irrepetible pasaporte que remitía a un idioma común, sólo inteligible para iniciados. Hacía milagrosamente posible la comunicación entre los que hasta ese momento sólo habían sido solipsismos en catálogo: impermeables y aislados.

DESCUBRIMIENTO

La argumentación parecía impecable: filosofía y fealdad eran sinónimos. Caso contrario, alguien que no es feo no se dedicaría al intelecto, sino al cuerpo. Con semejante desparpajo, la falacia dividía al mundo en dos grupos irreconciliables: el de los feos/intelectuales y el de los guapos/superficiales.

Aquello nos impregnaba ciertamente de un malditismo que resultaba en ocasiones más atractivo que la belleza misma. Nos relegaba al papel de protestones porque en la lotería de las caras no nos había tocado ni la pedrea.

Pero la base del razonamiento era evidentemente falsa, porque partía de la imposibilidad de compaginar en una persona belleza y sabiduría, por ejemplo: como si ambas fueran incompatibles. Condenaba a los guapos a la ignorancia, igual que a los feos nos relegaba a las bibliotecas.

Sin embargo no se negaba la evidencia de que había individuos que compaginaban facetas enfrentadas: pero se les trataba como excepciones. Por tanto, no sólo dignos de compasión por ser una especie de “enfermos”… también como demostración de la veracidad del argumento.

Un poco como respuesta a semejante superficialidad, el título de mi tesina iba por ahí[13]: el reducto que va más allá de la materia, la sensibilidad superando lo inmediato. Al fin, ¿quién se preocupa de la belleza aleatoria, sino aquella persona que no tiene más elementos importantes en su vida?

No es que la belleza no importe, sino que resulta secundaria. En otras palabras, la belleza no es algo meramente físico: se refiere a un concepto más englobante, casi total. Está lejos de pasarelas y vacuidades.

Resulta fácil solidarizarse con los pobres siendo uno de ellos… no así cuando uno es rico. Lo primero que hacen los ricos es rechazar a la inversa: a quien se solidariza con los pobres, por verle como a un traidor.

Nosotros, en cambio, tratábamos a los guapos como si fueran personas: normales antes que guapos… a veces incluso obviando la belleza para que no se sintieran excesivamente incómodos.

Desde fuera, sin duda, visto desde las perspectivas de otras Facultades, el conjunto resultaba poco menos que pintoresco: porque evaluaban la esencia de la Filosofía, el alma, desde parámetros puramente pragmáticos. Era un juicio amañado.

Pero resultaba un terreno resbaladizo para todo aquél que vivía en el exterior: había infinitos ejemplos de que nuestra dolencia era contagiosa… se sabía que en ocasiones hacía perder la cabeza a quien caía bajo su influjo. En casos extremos, llegando a cambiar de punto de vista sobre la vida. A veces, en el colmo de la aberración, el paciente llegaba a abandonar los propios estudios para abrazar los de Filosofía.

Casi como una secta, la Filosofía era capaz de absorber a todo aquel astro que fuera vagando por el espacio y cayera bajo el influjo de semejante atracción: que podía ser denostada[14] pero era objetivamente existente.

De ahí que la táctica más común fuera la de apartar a la Facultad de Filosofía y sus habitantes mediante la manida táctica de la ridiculización. Todos en el mismo saco: docentes y discentes. Por extensión, el pensamiento en general era restringido a un reducto semejante al que en la sociedad se reserva para los bichos raros, los animales exóticos.

Se trataba simplemente de una elección, una opción personal: resulta tan fácil encontrar uno de INEF que quiera ser guapo como uno de Filosofía que quiera ser inteligente. Con esto se conseguía aparentemente reducir la Filosofía a un compartimento estanco alejado de la realidad… pero de rebote se desterraba al pensamiento de la vida cotidiana, por miedo al contagio. De ahí que nuestro universo resultara fascinante, por ejemplo, para los estudiantes de Derecho

No hace falta decir que las consecuencias que sufre la sociedad de hoy arrancan en gran medida de aquellos ’80: si en la actualidad vivimos en el absoluto reino de los descerebrados es precisamente por aquella tendencia de vaguería. Desterrar al pensamiento era una actividad ya entonces socialmente reforzada… imbéciles refocilándose en serlo a través de miles de agrupaciones, lo que ha dado lugar a una sociedad descabezada. No por falta de una élite como cabeza visible, sino por estar ésta compuesta por individuos que tienden a no usarla.

¡Como si el cerebro fuera un órgano obsoleto excepto para funciones mecánicas! Al individuo se le ha arengado interesadamente para que no utilice el cerebro… la vaguería humana ha hecho el resto.

LOS ELEMENTOS

Sin embargo toda esta conspiración social tiene una fisura: aparentemente finísima, pero capaz de convertir la roca en desierto. Análogamente a lo que sucede con los fenómenos de la meteorología. La permeabilidad de las personalidades se llama arte: por ahí entra el agua casi invisible. Después, con el frío humano y la crudeza del devenir económico-vital del individuo, acaba helándose, cristalizando… hasta hacer estallar en mil pedazos lo que parecía inalterable, inexpugnable.

¿Qué habrá sido de mi título universitario, perdido allá por el ’94? Probablemente triturado en algún camión de basura, como si de una mascota inocente y tierna se tratara…



[1] Como dice Javier Corcobado.

[2] La que contrapone libertad y determinismo.

[3] En caso contrario quedaban la droga o la locura.

[4] Circunstancial a veces, pero ontológica otras.

[5] Que alguien no encuentre su sitio natural.

[6] Impersonal, pero también reflexivamente.

[7] Como un prospecto medicinal que alertara sobre incompatibilidades.

[8] Muchas veces absurdos, pero tan cómodos como suelen serlo los tópicos: para todas las partes implicadas.

[9] En la jerga de la Administración (docente o no).

[10] Gracias a la cual el colectivo de alumnos iba aprendiendo.

[11] Docentes y discentes, tanto interno dentro de cada grupo como entre ambos.

[12] De forma natural, por afinidades.

[13] Somos feos, pero tenemos la música.

[14] Con frecuencia se hacía.

 

 

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