ZARAFSHON

ZA - 2.1.

Domicilios

de Zarafshon

Paseo  Verona

1993

120

 

 

Un piso gris, con vistas a una plaza interior amplia, pero cerrada: sensación de claustrofobia civilizada. Era un reducto tranquilo, pero que daba la sensación de convertirte en un elemento más de la inmensa colmena urbana. Un nicho, al fin y al cabo.

Resultaba un suicidio blandito e indoloro… como si la vida tuviera que ser así porque no hay más remedio. Invitaba al conformismo, en dos palabras. Tenía todas las comodidades y servicios de un pisito cualquiera.

Cuando llegaban los ratos en los que uno se detiene, sentado en el sofá… a mí inevitablemente me invadía un pensamiento: “Bueno y ahora ¿qué?” Síntoma inequívoco de un error en el trasfondo del planteamiento vital, como si saliera a relucir aquel vacío en el instante que todo se detenía, dejando al descubierto los fallos de base que la telaraña humana era incapaz de atrapar o esconder.

Aquel piso resultaba un primer experimento, un trabajo de campo que realizábamos Dolores BABÁ y yo sobre nosotros mismos. Nos colocábamos en una tesitura futura que la vida nos tenía preparada para tarde o temprano. Un ensayo de la vida conyugal, en una palabra. La convivencia era, por así decirlo, normal: estábamos los dos solos en el piso y lo principal para la supervivencia (compras, limpieza…) era algo casi automático y sin complicaciones[1].

Pero a mí el conjunto no me satisfacía, me parecía una forma conformista de autoengaño. Supongo que eso significaba que no era lo que yo quería, aunque no me diera cuenta[2].

El asunto era que yo había pedido el traslado a Zarafshon para continuar la Prestación Social Sustitutoria en la misma organización (HINCA), pero cambiando Samarcanda por Zarafshon ante la propuesta de Dolores BABÁ para vivir juntos esos meses.

Pero una vez en Zarafshon, ya instalado en aquel piso… pude darme cuenta de que el panorama no era mi ideal de vida. Aparte del tiempo perdido en la HINCA con la Prestación Social Sustitutoria (unas siete horas diarias de lunes a viernes), me dedicaba a mis aficiones (escribir, ir al cine, leer, ver exposiciones… cultura en general).

No sé si por mimetismo o por interés real, Dolores BABÁ también se ponía en los asuntos. Pero sin más entusiasmo que el que dedicaba a los paseos por la ciudad: de alguna manera, iba a remolque de mis inquietudes e iniciativas. Su trabajo de profesora de inglés en el Instituto le gustaba, pero no era su vocación ni le dedicaba el entusiasmo o la pasión imaginables.

Los días iban transcurriendo entre el vídeo, las patatas fritas o la desgana: sin más ambiciones ni expectativas. Una vida normal, plana, que a mí no me satisfacía más que cualquier otra eutanasia.

La del Paseo Verona era una casa de espíritu frío y así se lo comunicaba a sus habitantes, nosotros dos. Parecía que cualquier iniciativa caía por su propio peso hasta el foso de la desgana: como si la inutilidad del ser humano quedara patente en ella hasta conducir al borde de la depresión.

En otras palabras: al menos para mí resultaba una vida tan fácil como vacía. Sin alicientes, objetivos ni energía. En el mismo Paseo Verona ¡claro! estaba el bar Romeo y Julieta, que algunas veces frecuentábamos con ahínco, como forma de motivarnos… más allá de la materia y sus posibilidades etílicas.

Pero resultaba inútil, al igual que asistir a las sesiones del cine-club, visitar algún monumento con sus laberintos de setos o ir a las exposiciones de fotografía. Incluso hicimos un cursillo de iniciación al vídeo, pero ni por ésas[3]. La vida no tenía entre sus planes entusiasmar nuestra cotidianidad, sacarnos de ese agujero elevado que no era sino una cloaca de marfil.

Aquella vida era más simple que el asa de un cubo: previsible y plana. Un ejemplo típico de cómo el ser humano puede acabar sucumbiendo por inercia y facilidad ante la tentación de lo mediocre. Todo un reto sustraerse a semejante dinámica, que pedía a gritos algún tipo de cambio para no vivir sumergidos en el cotidiano gris que atravesaba las ventanas.

Imagino que influidos por eso y el afán ahorrador de Dolores BABÁ, decidimos mudarnos a otro piso. Relativamente cercano, motivo por el que fuimos haciendo la mudanza a pie… en ratos interminables de infinitas cajas y bolsas.

Finalmente lo conseguimos, añadiendo alguna furgoneta de conocidos. Limpiamos a conciencia el piso antes de abandonar el Paseo Verona: supongo que por no dejar en la trastienda de la conciencia nada que pudiera parecerse a un remordimiento.



[1] Salvo el asunto de que en el último tramo no había ascensor: esta minucia de subir un piso caminando, al repartidor del gas no le hacía ninguna gracia.

[2] Más que nada por no haberme planteado nunca en serio qué era lo que realmente quería.

[3] Por ejemplo, durante el cursillo de iniciación al vídeo que hice-hicimos Dolores BABÁ y yo. En aquellos episodios quedaba patente la diferencia de nuestras personalidades. La mía, creativa e imparable, no conocía límites. En cambio la suya, a remolque de los acontecimientos, la técnica y los miedos a todo lo humano. Incluyendo esto último, por supuesto, mis tonteos con las nínfulas que por allí aparecían. Unos tonteos que por otra parte sólo eran artísticos.

 

 

Sonido

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