SAMARCANDA

SA - 2.4.

Domicilios

maracandeses

Avenida Perú, 123

1996

130

 

 

En la Avenida Perú 123 dormí pocas veces, escasamente fue un lugar de descanso nocturno. Más bien fue un domicilio de mis padres por el que yo pasaba en las ocasiones que el calendario me lo imponía.

Tuvo la condición de relevo en lo que a vivienda se refiere para la familia como sujeto en retirada. Si mis padres llegaron allí fue más bien huyendo de Junín, difícilmente habitable. Máxime cuando quisieron subirles el precio.

La casa de la Avenida Perú 123 era de Indira Psicología y Mario Chatarrero, unos amigos de Valentín Hermano con quienes él compartía aficiones por el mundo norteafricano y sus costumbres.

Así, mis padres empezaron a ser inquilinos de una casa más grande y luminosa que la de Junín, con un precio de amigos que les permitía continuar con su fuente fundamental de ingresos desde el año ’75: admitir estudiantes a pensión completa en convivencia familiar.

Alojamiento para gentes con un mínimo de posibilidades económicas que preferían renunciar a la intimidad a cambio de un remedo de hogar fuera de su ciudad. Por inutilidad o vaguería, que en el fondo son sinónimos.

De este tipo de personas, más o menos obligadas por las circunstancias, se nutrió la economía familiar durante más de veinte años. Actividad económica ante la que Hacienda y toda la ralea de buitres institucionalizados hacían la vista gorda por comodidad e impotencia, a partes desiguales.

Durante todos esos años llegaron a recalar en el domicilio (itinerante, claro) más de 300 personas diferentes, con lo que eso supuso para la posibilidad de supervivencia de mi familia. De otra manera, habría sucumbido ante los imperativos económicos externos.

De la Avenida Perú 123 conservo pocos recuerdos, como destellos en una memoria plagada de oscuridad a pesar de tratarse de un piso luminoso y alto (creo que era un sexto).

Uno de esos recuerdos es el horno, que reposaba sobre una silla por falta de mobiliario y acomodo en la cocina. Allí lo utilizaba Paquita Madre con toda naturalidad, sin más remedio.

También está la imagen del baño, cuya bañera estaba bastante rayada. Como solución le aplicaron una especie de pintura especial: pero al poco tiempo empezó a desprenderse, como si estuviera cambiando la piel. Algo así como una bañera leprosa que me miraba desde el rincón oscuro del baño mientras yo me peleaba mentalmente con alguno de mis episodios más crudos y solitarios de hematuria.

Desde el balcón podían verse muchos edificios, casitas… por la parte trasera de la Avenida Perú. Horizonte urbano donde descansaba la mirada, consolada sin duda por la cantidad de gente desgraciada que a buen seguro se amontonaba bajo la piel de aquel paisaje.

Algunas veces coincidió que yo volvía de una noche de copas justo en el momento que se levantaban mis padres. En esas ocasiones solía llevarles churros recién hechos, para que empezaran el día con algún aliciente que compensase mis perniciosas costumbres. Algo que de alguna manera tranquilizara sus conciencias como lo hacía yo con la mía.

Otras veces volvía antes de que se levantasen, para evitarles la contemplación de la miseria de un hijo calavera volviendo a casa de madrugada; en esas ocasiones compraba una bolsa de galletas con sabor a manzana en el súper que no cerraba por las noches, para conformar nuestros paladares y compensar así mi corazón inconsolable.

Pero lo que mejor recuerdo eran las comidas que encontraba al volver de clase[1] tras una mañana plena de actividad artística: dibujo, pintura, escultura… en la UdeS. A la hora de comer, plato puesto para recuperar fuerzas.

Como si a pesar de mi edad (ya más de 30) y mi condición de Licenciado (en Filosofía) fuera todavía un pipiolo de 20 años que estudia su primera carrera. Una variante de la nostalgia en versión escéptica, porque la diferencia entre ambas Facultades era abismal; no sólo por los compañeros y sus mentalidades: también mi actitud, los contenidos de las asignaturas, el ambiente que allí se respiraba… Por todo eso resultaba evidente que había pasado el tiempo.

Unas rebanadas de pan integral con nueces para acompañar las viandas y tras la recuperación de fuerzas en casa de los papaítos… a encarar la tarde con ganas.

La Avenida Perú 123 era algo así como una media pensión, porque significaba más que nada una forma de ver cotidianamente a la familia. Los pocos meses que había estado viviendo previamente allí, antes de independizarme nocturnamente, resultaron de una incomodidad ante todo metafísica.

Desde siempre yo había dormido en el sofá de la casa de mis padres cuando la presencia de inquilinos así lo había requerido. No era ésa la cuestión: aún me acuerdo trasladando una tabla cada noche, allá en Francisco de Rojas. Una tabla que por el día dormía bajo la cama de mis padres y a la noche protegía mi espalda de los muelles de aquel camastro barato.

Pero los años habían ido pasando, convirtiendo con ello mi cuerpo poco a poco en un desecho maltrecho. Aunque el sofá ahora fuera mucho mejor (sofá litera de lo más cómodo), pensaba que quizás debería plantearme volver a ser una persona normal y trabajadora, de las que contribuyen al normal funcionamiento de esta sociedad marchita. Pero enseguida desechaba semejantes ideas, por caducas.

Debieron de ser las Navidades del ’97 o del ’98 aquéllas en las que tuve plena conciencia de lo imposible de aquel núcleo familiar. Con todos los miembros en casa y todos los inquilinos fuera (cada uno en la suya respectiva), nosotros cinco reunidos y lo que había eran chispas que saltaban a la menor oportunidad. Dejaban una prueba indiscutible de lo irreconciliables que eran las posturas entre los miembros de mi familia. Por un lado, Valentín Padre[2] había convertido su presencia en casa en algo casi incompatible con la postura de Paquita Madre, que hablaba con frecuencia de separarse de él[3].

Valentín Padre se refugiaba desde hacía años en su debilidad: un alcoholismo no admitido que por este motivo resultaba imposible de erradicar. A pesar de lo cual chocaba cotidianamente con la manera egoísta y superficial que tenía Paquita Madre de estar en el mundo: como siempre, es su talante.

Añadir a esto la distancia de Marilyn Hermana con respecto al núcleo familiar[4] da una idea bastante aproximada de aquellas Navidades. Sólo una hábil diplomacia podía haber salvado la convivencia familiar y no existía tal territorio de no agresión, de ahí los roces casi constantes y la dificultad de afrontar las cosas con mentalidad de grupo.

La otra imagen nítida que conservo de la Avenida Perú 123 es una despedida, que al mismo tiempo era bienvenida. Cuando les presenté a mis padres a Mesy, las Navidades del ’98; realmente es la imagen de una frontera, la de mi vida cambiando radicalmente.

Allí empezaba mi vida de verdad. Dejaba atrás los infinitos años de mis palos de ciego en la sociedad maracandesa. ¡Qué liberación! Sin duda aquella presentación formal[5] significó el fin de una época. La frontera que delimita el final de estas Malas memorias.

A pesar de no ser mi última vivienda en Samarcanda, la Avenida Perú 123 fue la última en la que viví con la familia heredada. Una salida paulatina del ambiente familiar, aquel núcleo con cuyos planteamientos nunca había estado de acuerdo. Algo más intuido que pensado, pero con el paso del tiempo confirmado.

Aplicando la razón y sus esquemas a todo ello, me parece casi inverosímil que durante tantos años llegara a sufrir (sin apercibirme) aquel síndrome de Estocolmo. Mi mentalidad había convivido con unos planteamientos en gran medida incompatibles con mis principios existenciales.

Aquel domicilio de la Avenida Perú 123, por tanto, fue para mí una especie de despedida diferida de Samarcanda y la vida miserable que llevaba aparejada desde siempre. También tuve una época de atenuación de este corte con el cordón umbilical: se llamó Conde Drácula[6].



[1] Cuando estaba estudiando Bellas Artes.

[2] Enemistado con Valentín Hermano. Tradicionalmente no se tragaban entre ellos.

[3] El motivo aparente era la insoportabilidad de Valentín Padre. Pero en el fondo ésta únicamente reflejaba una reacción ante la personalidad de Valentín Hermano, a su vez también insoportable (aunque con mejor marketing).

[4] Igual que con respecto a todo lo que no fueran sus intereses particulares.

[5] Con todo y no ser un ritual, sino un hecho doméstico.

[6] Mi último cartucho, mi verdadera despedida.

 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
Todavía no tienes una cuenta? Regístrate ahora!

Entra a tu cuenta