SAMARCANDA

SA - 3.12.

Curros

maracandeses

Multiespacio

La Tapadera

1996

131

 

PLANTEAMIENTO

Aquél era un proyecto cosmológico, omniabarcante… ¿cómo decirlo? Total, probablemente ésa sea la palabra exacta.

Puede que precisamente de ahí arranque el motivo de su falta de éxito. Puntualizo: si en algún sentido puede hablarse de fracaso, es únicamente desde el punto de vista económico o empresarial, por mejor decirlo y acotarlo.

Quizás el ambiente fuera exigente en exceso con quienes allí participaban, puede que precisamente por eso les echase para atrás: a refugiarse en sus proyectos individuales más controlables, domésticos, de “cabeza de ratón”. Aceptando así de alguna manera sus limitaciones de artistas en potencia antes de enfrentarse con sus propios fantasmas. Sobre todo, el de estar condenados a ser “cola de león”.

Es posible que el inconveniente principal que encontraban quienes asistían a La Tapadera fuese el temor a verse disueltos como individualidad en un proyecto que les superaba. Por eso mismo se veían corriendo el riesgo de diluirse, sucumbir ante un proyecto más englobante que sus mezquinas intenciones o creencias individuales: la confianza ciega en su propia genialidad.

Dicho de otra forma: La Tapadera era un nido de genios que no lo eran y al apercibirse, casi de inmediato salían despavoridos. Precisamente se pretendía aunar individualidades para crecer en conjunto. Una cantera de genios que jamás llegó a ser, un taller colectivo.

Dicho sencillamente y de forma comprensible para cualquiera: tras mi paso por el mundo de la docencia decidí embarcarme en una empresa[1] del incierto mundo artístico.

Con los ahorros que había conseguido atesorar durante aquellos dos años me lancé a un mundo tan ignoto para mí como aventurado en lo puramente económico. A partir de mis parcos conocimientos de las Bellas Artes y con el proyecto inicial de crear un centro abierto: a los alumnos de esa Facultad de Bellas Artes de la UdeS, como también a los de la Escuela de Artes y Oficios de Samarcanda.

La idea inicial era tan simple como montar un taller en el que la gente pudiera estampar grabados a cualquier hora del día o de la noche. Una especie de comuna, de estudio compartido para participar en el cual sólo era necesaria una pequeña colaboración económica. Ésta podía hacerse siempre flexible: iba por módulos de tiempo, pero la permanencia resultaba más barata cuanto más tiempo se estuviera.

Desde la aparición extemporánea para alguna estampación de urgencia[2] hasta la colaboración permanente. Éste era el abanico de posibilidades. Y con acceso a cualquier hora del día o de la noche. Todo estaba permitido y contemplado, para poder adaptarse a las necesidades más estrambóticas que pudieran darse en la vida de un genio. Evidentemente, por proporcionar una solución de continuidad y una garantía de cara al futuro, se prefería una colaboración permanente a una extemporánea… Artísticamente hablando: el emparejamiento a la promiscuidad.

MONTAJE

La idea, por tanto, era montar un “torculorio[3]. Con el fin de que la gente tuviera acceso a tórculos fuera de la Facultad de Bellas Artes o la Escuela de Artes y Oficios, pero casi a la carta, adaptándose a sus necesidades particulares. Con una innegable carga irónica, podría haberse resumido así: “¿Quieres hacer grabado? ¡Pues que te den tórculo!”

Por tanto era necesario un local lo suficientemente amplio como para permitir acceso de personas en cantidad razonable, que además contara con la infraestructura necesaria para cubrir las necesidades técnicas del asunto del grabado.

También, por supuesto, mínimo de un tórculo en el que la gente pudiera trabajar. Así como un lugar en el que almacenar materiales si lo necesitaba: para no tener que cargar con todo el equipo cada vez que necesitara trabajar.

Lo primero era buscar un local que reuniera todas estas características[4]: que pudiera convertirse en el local que yo necesitaba a base de acondicionarlo. Como no podía ser de otra manera, en toda aquella aventura estaba embarcado Valentín Hermano. Sin sus conocimientos y su habilidad, sin su arrojo, aquel proyecto jamás habría pasado de ser una mera especulación y puede que hubiera sido lo mejor que podía haber ocurrido… pero entonces aún nadie lo sabía.

La idea del “torculorio” surgió cuando yo aún estaba dando clases en Djizaks. A partir de alguna máquina de las que había en el desguace de su amigo Mario Chatarrero, Valentín Hermano se creyó capaz de montar el núcleo del taller, el corazón del proyecto: así que fuimos adelante con él.

Finalmente, tras mucho recorrer lugares e inspeccionar locales, dimos con el que sería enclave definitivo del taller. Geográficamente, localizado dentro del núcleo urbano[5] y relativamente próximo a la Facultad de Bellas Artes como potencial cantera de clientes/colaboradores. Además, cercano a mi propio domicilio.

Que fuera versátil resultaba un requisito imprescindible, dado que tenía que servir para tareas poco comunes: también lo cumplía. El alquiler no era barato, aunque tampoco caro en exceso. Así que di el salto y empezó el sueño… o la pesadilla, porque aquello resultó ser un pozo sin fondo.

Acondicionar el local fue la primera aventura: casi inesperada, porque allí topé con el primer escollo. Además de los trabajos interiores, propios de manufacturas como carpintería, fontanería, albañilería o electricidad… estaba el asunto de la obligada convivencia con la comunidad de vecinos del portal contiguo. Una colección de cavernícolas maracandeses y provincianos que pagaban conmigo sus diferencias con el dueño del local[6]. Hasta el punto de que el día que vinieron a instalar el contador de electricidad del taller hubo que hacerlo con custodia de la policía, pues por ley debía ir en el portal adyacente.

Amenazas permanentes de denuncia, malas caras y obstrucciones de todo tipo: ése fue el conjunto de colaboraciones que encontré en la comunidad de vecinos de aquella calle. La dirección física en la que se encontraba el local: que a pesar de tener nombre de descubridor/conquistador… o precisamente por eso, tenía que vérmelas con toda aquella pandilla de indígenas cuya única aspiración en la vida se reducía a poner palos en las ruedas ajenas.

PUESTA A PUNTO

Parecía una tarea infinita de la que colgaban innumerables flecos con la impresión de no terminar nunca. Por requisitos económicos y de autoexigencia por allí no pasaron profesionales, sino que todo fue manufacturado de forma casera. Gracias a la colaboración de infinidad de conocidos que arrimaron el hombro o facilitaron los materiales adecuados, aquello pudo salir adelante.

En este punto tengo que mencionar a Paco Huevo Duro y José César Desfalquen, dos pilares fundamentales para el éxito del asunto. Día tras día fueron acompañando el proyecto desde su nacimiento, apoyando aquel difícil arranque. Sierras, soldador de autógena, materiales de todo tipo (tanto fungibles como no)… ¡qué sé yo! Sería infinito el catálogo necesario para explicar lo que hizo falta antes de poder decir que aquello estaba acabado, si es que llegó a estarlo alguna vez.

Enseguida surgía otra necesidad al hilo de alguna previa, aunque ésta aún estuviera sin resolver. Parecía El jardín de los senderos que se bifurcan, de Borges. Mientras tanto, una pregunta rondaba el ambiente cercano: “¿Qué será esto en el futuro?” –interrogaba mucha gente con frecuencia. Yo solía responder con una ironía no siempre bien comprendida: “Un banco de semen que he montado con unos ahorrillos…”

Lo cierto es que visto desde fuera podía parecer el inicio de cualquier cosa. Ironizaba también sobre el asunto con mis reflexiones compartidas, en amables conversaciones de café y cigarrillo. “Lo cierto es que no aparenta ser lo que realmente es: todo el mundo piensa que será un taller artístico, pero la realidad es que bajo esa fachada se esconden actividades inimaginables. Es una tapadera”. Así fue bautizado el lugar, como ocurrencia de un instante inspirado… después, en conversaciones con Araceli BÍGARO, vino el acompañamiento: “si vais a hacer muchas cosas diferentes, será un espacio múltiple: lo que mi amiga llama un multiespacio”.

Ya estaba, ya tenía nombre y apellido: lo necesario para dar cobertura legal al engendro. De este pequeño detalle se encargó Cecilio Andrés NADA, experto en fárragos de leguleyos: “Asociación cultural (centro cultural y de desarrollo artesanal)” fue el diagnóstico completo. Finalmente, tras miles de avatares casi incompatibles con la vida humana, procedimos a la informal inauguración formal.

Invitados de todo tipo se dieron cita aquella noche para la cual hubo una invitación que exigía “rigurosa etiqueta”. En toda la ropa que llevaban puesta los invitados había alguna etiqueta, así que ni hizo falta esmerarse. Pancho el Abuelo trajo dos muñequitos: Eti y Queta. Por tanto, doblemente cumplido el requisito.

Como en toda inauguración, se derrocharon buenas intenciones, se vislumbraron y predijeron éxitos elogiando los miles de horas que llevaban invertidas allí los promotores de La Tapadera. Aunque si aquello llegó a poder inaugurarse fue con toda seguridad gracias a los infinitos colaboradores anónimos que habían ido arrimando el hombro.

No recuerdo cómo estaba exactamente el día de la inauguración. Siempre inacabada, siempre por completar, La Tapadera era la personificación de lo incompleto, lo perfectible.

ACTIVIDADES Y EQUIPAMIENTO

¿Qué se hacía allí? ¿Cómo se hacía? Preguntas tan básicas como imposibles de responder, al menos de una forma sencilla o inteligible. Quizá por eso, cuando en cierta ocasión vinieron a pedirme que hiciera una reseña que iba a salir en una especie de Guía alternativa elaborada por una conocida publicación a la contra y underground, autodefinición /contribución fue ésta:

LA TAPADERA

Al traspasar este umbral estáis atravesando la frontera de otra dimensión: aquí se crece por una fuerza interior surgiendo voraz hasta comprender el Universo. No tiene sentido la política, porque entre nosotros gobierna el disolvente. Si el arte o el amor existen (¿quién lo sabe?) éste es su territorio. Del otro lado de esta frontera sólo hay exiliados de sí mismos. ¿Te vienes a buscar setas?”

Finalmente se impuso la corrección política y simplemente hicieron una sosa reseña de La Tapadera elaborada por ellos mismos, insulsa a más no poder. En fin, ya se sabe cómo funciona la cultura alternativa.

Entre noviembre del ’96 y agosto del ’99 (2 años y 10 meses de actividad) que estuvo abierta y funcionando La Tapadera, desarrolló las siguientes actividades:

1997 1/2 a 15/4 I Curso de fotografía: 28 horas, 4 alumnos Cursillo La Tapadera
1997 26/4 a 20/6 II Curso de fotografía: 28 horas, 6 alumnos Cursillo La Tapadera
1997 25/10 a 18/12 III Curso de fotografía: 28 horas, 4 alumnos Cursillo La Tapadera
1998 16/1 a 1/3 IV Curso de fotografía: 28 horas, 4 alumnos Cursillo La Tapadera
1998 20/1 a 28/2 I Curso de grabado: 36 horas, 6 alumnos Cursillo La Tapadera
1998 3/3 a 28/5 V Curso de fotografía: 28 horas, 4 alumnos Cursillo La Tapadera
1998 6/8 a 27/8 II Curso de grabado: 36 horas, 2 alumnos Cursillo La Tapadera
1998 14, 15 y 17/12 Lo tuyo es puro teatro Jornadas/Proyecciones Facultad de Filosofía (UdeS)


 


“El lado oscuro dEl corazón dEl ángel exterminador” era el contenido del ciclo de películas proyectadas por La Tapadera bajo el título Lo tuyo es puro teatro.

Además mercados medievales[7], así como las actividades que se llevaron a cabo en el pub Idiota[8] (exhibiciones, recitales, cuentacuentos y conciertos). Ambas cosas, con un marchamo empresarial que hace que figuren en epígrafes aparte de Malas memorias.

Queda hablar por tanto de los cursos impartidos en el local, así como del resto de actividades que tenían lugar en su interior. Éstas generalmente estaban íntimamente relacionadas con el funcionamiento y los materiales disponibles para llevarlas a cabo.

Para las cuestiones docentes, lógicamente una pizarra, mesas y sillas. A esto hay que añadir el conjunto de equipamientos que resulta básico para cualquier lugar de estas características: mesas de trabajo, un cuarto de aseo, una pila con agua corriente, un frigorífico, una cafetera… y además también los materiales específicos.

Para fotografía: además de un cuarto oscuro con tres ampliadoras y una mesa de luz, cubetas, pinzas, carretes, papel, líquidos (revelador, fijador, baño de paro)… materiales fungibles y no fungibles: temporizador, carpetas, cajas, clasificadores de negativos…

Para grabado: tórculos (Grimorio el medieval y Felicia la contemporánea), ácido nítrico, barnices, tintas, planchas, gubias, resinadora y resinas, fuelle, pintura para cristal, lija, tarlatana, tubos vacíos para entubar la tinta y mil objetos más, imposibles de ser enumerados aquí. Además del papel súper-alfa para estampar, la cubeta con agua y ácido bórico, bayetas para escurrir el sobrante con el rodillo correspondiente… otro catálogo infinito.

Había también un rincón habilitado como estudio fotográfico, con sus fondos desplegables, los focos, algún módulo de madera…

Y por supuesto: el rincón de la informática, con tres ordenadores y conexión a Internet cuando aún no había tarifa plana.

También todo el mobiliario imprescindible: armario para materiales, armario para música y documentación (con su correspondiente equipo musical), sillones, mesas, sillas…

Sin contar con la infraestructura básica para quienes iban a pintar: caballetes, cajas, pinceles, pinturas, disolvente…

En otras palabras, un catálogo interminable de objetos y productos, pero allí más que enumerados: almacenados, organizados y disponibles para empezar en cualquier instante a disponer de ellos de cara a la obra maestra. Todo ello en un ambiente desenfadado, libre de prejuicios. Quizás demasiada oferta, demasiada potencia. Si a quien se dedicaba a trabajar artísticamente no le satisfacía… era porque le dejaba en evidencia.

Allí iba quien quería cuando quería a hacer lo que quería: más libertad, imposible. Puede que ése fuera el principal problema, que enfrentaba a cada uno consigo mismo: una cosa es pregonarse genio y otra muy diferente hacer genialidades. ¡Qué socorrido es encontrar contratiempos y enfrentar dificultades para justificar el fracaso! Como dice el refrán, “Todos los ciegos le echan la culpa al empedrado”. Cuando el terreno es tan liso… ¿a quién podían culpar, sino a sí mismos?

FUNCIONAMIENTO

El funcionamiento era bien sencillo, accesible para toda exigencia, necesidad, pretensión o presupuesto; quien deseara utilizar La Tapadera sólo tenía que colaborar económicamente, estableciéndose unas tarifas progresivas: a mayor tiempo, más barata la hora.

En los casos de poca cuantía el tiempo se controlaba mediante unos tickets que se adquirían previamente en lotes: era lo que se llamaba “módulos”, que hacían referencia a las horas de uso de La Tapadera. Siempre se aplicaba el reloj de forma muy flexible y comprensiva, porque se trataba sólo de implicarse económicamente en los gastos, no de hacer negocio ¡así me iba! Además, al ser una asociación sin ánimo de lucro, cualquier posible beneficio, cualquier ingreso… revertía otra vez en La Tapadera.

Para mí el negocio consistía en tener un lugar inmejorable desde el punto de vista artístico, siempre disponible. En aquella época yo estaba estudiando Bellas Artes y La Tapadera era el paraíso para mi mentalidad. Sobre mi supervivencia, poco que decir: llevaba una economía de subsistencia, con chapucillas más o menos regulares que me permitían ir escapando de las garras de Hacienda[9]. Sin ser rico ni pobre, llevaba una vida tan feliz como envidiable. Si La Tapadera hubiera resultado un negocio de ganancias constantes, ya habría pensado en otra figura fiscal… pero no era éste el caso, ni llegó a serlo en ningún momento. Sin subvenciones, para no depender del exterior económica ni ideológicamente. Sin débitos.

Lo único que podía interpretarse como tal[10] era el asunto de acoger objetores que hicieran la Prestación Social Sustitoria en La Tapadera. Pero la pretensión no era la explotación laboral, sino ofrecerles un respiro a quienes fueran objetores por imperativo legal, como lo había sido yo en otro tiempo. Una especie de compensación diferida, difícilmente entendible por cualquiera que no fuera yo mismo. De aquel asunto sólo pudieron sentirse explotados en cuanto a presencia física en el local: lo que llamábamos las permanencias. Estando allí, en La Tapadera, podían hacer lo que quisieran: uno de ellos, licenciado en Derecho, dedicaba su estancia a estudiar oposiciones. Otro mataba el rato como podía… leyendo o similares, porque era camarero. Un tercero incluso podía hacer cosillas que le gustaban, pues era profesional de la fotografía en la vida real. Por último estaba Jesús Objetor: empezó tonteando con la cerámica y acabó convertido en todo un artesano, incluso un esbozo de artista. Hasta vendíamos sus obras en los mercados medievales. En otras palabras, dejó de lado el Derecho[11] y gracias a su Prestación Social Sustitoria en La Tapadera descubrió el artista que llevaba dentro. Y no era malo: bastante mejor que la mayoría de los supuestos genios de Bellas Artes que circulaban por allí con irregular frecuencia.

Mi diagnóstico es sencillo: casi todo el colectivo de las personas que iban alguna vez por La Tapadera y no volvían, tenían miedo. Sobre todo a semejante espejo: verse enfrentados consigo mismos. Terror a pasar aquella prueba de fuego que significaba tenerlo todo a favor y no salir de la pura chapuza. Pánico por no tener a quién echarle la culpa de su fracaso.

En su vida preferían fracasar y tener una cabeza de turco a quien culpar, antes de tener plaza en la nave de conquistas. Descubrir que no eran quienes creían o se pretendían (tan genios como los que más): miedo al éxito.

De ahí que la mayoría de quienes frecuentaban La Tapadera viniesen a charlar, a mejorar el mundo de palabra, pero sin pasar a los hechos. Allí encontraban buena música, un ambiente acogedor y amable, café con pastas y tertulias interesantes. Para muchos era mejor que una cafetería: una curiosidad a la que dedicar un rato de vez en cuando, pero sin implicarse mayormente.

Para mí todo aquel colectivo resultaba una buena distracción humana; pero semejante rosario de individualidades, patologías a cuentagotas, no dejaba de ser una distracción. Una forma de desviarme de mis auténticos intereses. Una forma de desperdiciar mi tiempo bajo el disfraz de la amistad: desde que se montó La Tapadera había sido así.

Empezando por Alejandro Marcelino BOFE: uno de sus hermanos formaba parte de los genios de Bellas Artes que iban a ser socios del conjunto. Pero a la primera de cambio, en cuanto le vieron las orejas al lobo del trabajo, cuando aún era todo pañales: salieron por patas. No cumplieron con su parte del compromiso, fundamentalmente colaborar. Eso dio lugar a que Alejandro Marcelino BOFE y yo terminásemos definitivamente con una relación de amistad que duraba desde el ’86. Diez años después había aflorado su verdadera personalidad de Alejandro Marcelino BOFE: fascista, déspota y egoísta. Allí acabó todo. Ni siquiera fue capaz de finalizar su obra: un mural decorativo en la pared de La Tapadera que tuvo que ser rematado por Pancho el Abuelo.

En resumen, el funcionamiento era sencillo y las actividades que podían realizarse prácticamente infinitas en lo que al arte se refiere: tanto literatura como artes plásticas. Era un lugar abierto a posibilidades colaborativas de todo tipo, en el que reinaba la libertad sin ninguna clase de ataduras. Todos los recursos a mi alcance y también aquéllos que dependían de Valentín Hermano estuvieron puestos como carne en el asador para aquella barbacoa. Sin embargo no funcionó. Se marchitó.

DECLIVE

El listado de todas las manos amigas que contribuyeron a que La Tapadera fuese una realidad resultaría inacabable. No así el de los indeseables que se dedicaron a poner trabas o buscar su hundimiento: pero de éste, a pesar de ser tan limitado en cantidad como ellos en intelecto, no voy a ocuparme…

Desde su apertura en noviembre del ’96 La Tapadera fue creando entornos propicios y relaciones adecuadas para su continuidad. Así fue sobre todo durante el ’97, incluyendo la incorporación de los mercados medievales desde septiembre de ese mismo año.

La clave del declive sin duda queda fijada en el calendario en el año ’98: entre febrero y mayo (ambos inclusive) se produce la incursión de La Tapadera en el Idiota. Esto determina sin lugar a dudas una debacle de todo tipo. Es muy probable que de otro modo hubiera tardado más tiempo en producirse, habría sido más paulatina, pero también habría tenido lugar[12].

¿Por qué se hundió La Tapadera? Mi último intento de salvar aquel mundo perdido de fósiles y dinosaurios. Tórculo es la abreviatura de a-TOmar-poR-CULO. Aquello ya sólo puede ser museo, una página en un libro de memorias. Lo demás artificio, ingeniería genética, variantes de aberración, tiempo sin máquina, formas de zoofilia en la que refocilarse con peces… el cerebro como mascota fornicable. De aquella época data este autorretrato mío:

“AUTOBIOGRAFÍA

Tengo un estudio pero no estudio,

tengo varios trabajos y no trabajo:

soy, cada vez más…

siete locos con lanzallamas.”

Intuía la presencia de un cataclismo, una hecatombe. Mi intuición, mi ficción fue una imagen que bien podría haber ocurrido en realidad, pero que simplemente era una metáfora del momento: “Aplastado por sus obras: baño y estantería”. La estantería era una puerta anclada al techo, en una viga, sobre la que reposaban infinitos trabajos míos. Yo temía que pudiera vencerse en cualquier momento, aplastándome bajo su peso. Evidentemente jamás llegó a ocurrir, pero se trataba de un temor irracional y ciego que me perseguía como una imagen aterradora. Claro que también podía ser una intuición referente a mis obras, pero no de mi autoría sino de mi propiedad: por ejemplo, el techo del aseo, que pesaba como un muerto. Eran unas placas de escayola trabajadas como estalactitas: una obra de Paco Huevo Duro amenazante, pero segura. Tampoco iban por allí los tiros, aunque mi miedo a la hecatombe fuera difícilmente explicable.

Pero si hay algo indiscutible es que La Tapadera fue un error cartesiano básico: la voluntad superando al entendimiento. Un FC1[13], fallo de cateto que se deja llevar por la euforia y el corazón. Allí no había posible solución: aunque a día de hoy mi diagnóstico, a pesar de autocrítico, no me sirva al 100%. Si volviera a ocurrir ahora, 30 años después, seguramente haría las mismas cosas, obraría igual. Volvería a caer en la más absoluta ruina económica, sin duda. Por eso no repetiré la hazaña de ninguna de las maneras posibles. En otras palabras: no me arrepiento, obré correctamente. Quien estaba equivocado era el mundo.

DESPEDIDA Y CIERRE

Sin duda, el asunto Idiota precipitó la caída; pero era la crónica de una muerte anunciada a pesar de todos los apoyos incondicionales:

  1. De José César Desfalquen: a quien enredé en colaboraciones de dudoso beneficio, las cuales seguramente también contribuyeron después a su caída en desgracia.
  2. Del pozo sin fondo de horas de trabajo y dolores de cabeza con los que torturé a Valentín Hermano, esclavo a tiempo completo durante una buena temporada.
  3. De los hombros arrimados en aquella empresa suicida: Felipe Anfetas, Cristian BARRA y un sinfín de nombres que saldrían como un rosario a poco que estirásemos de esos hilos conductores…

Finalmente hubo que poner punto y final a aquel engendro inclasificable que se llamó La Tapadera. Sin duda, un hito en la historia de Samarcanda y más aún de mi existencia; pero no una derrota, sino un aprendizaje.

Puede que hubiera un error de cálculo en mis previsiones, que fue el factor humano: no el mío, sino el ajeno. En un mundo como a mí me habría gustado, que fuese de otra manera, otro mundo posible: La Tapadera habría sobrevivido. No sé si con éxito, pero habría prolongado su presencia en el tiempo.

Había fórmulas para perpetuarla[14] pero renuncié a todas ellas porque habrían traicionado su esencia, el espíritu de La Tapadera.

Puestos a buscar algún elemento que arroje luz sobre el conjunto, tenemos la metáfora lingüística… porque aquel proyecto, si se quiere enfocar así, era una forma alternativa a los adocenados cánones que rigen la docencia en esa ciudad. Podría decirse que era una especie de Universidad Libre de Samarcanda. Traducido al catalán y tomando sus iniciales, el acróstico resultante sería ULLdeSA(l)[15]. En castellano vendría a significar “ojo de sal” (ull de sal): una visión llena de lágrimas, metafóricamente hablando.

La imagen habla por sí misma, no precisa más explicación. La mejor forma de vencer en la vida consiste en aceptar la derrota. Por eso mismo deja de serlo para convertirse en punto de partida: éste es el aprendizaje.

Del asunto La Tapadera salí despedido como tras una explosión: por fortuna me envió bien lejos de la putrefacción que quedó tras el atentado. Al igual que pasó con el Idiota: como una onda expansiva, nos envió a todos lejos de aquel territorio. Cristian BARRA a Inglaterra, Valentín Hermano a Urganch, Felipe Anfetas a Tashkent… y yo mismo ¡a Catalunya!

Pero antes de la materialización de la debacle, tuvo lugar el proceso paulatino que desmembró físicamente La Tapadera: su desguace efectivo. Bienve Denow[16] asistió en persona y por pura casualidad al “levantamiento del cadáver de La Tapadera”, como solía decir él.

Allí estábamos aquella noche incierta del ’98: repartiendo los restos de sus órganos entre quienes pudieran aprovecharlos para cualquier trasplante. Se volatilizó como el sueño que había sido: un proyecto de un par de años que por un momento me dio la impresión de ser la realidad misma.

Ahora forma parte ya del mundo inagotable de la mitología contemporánea. De vez en cuando sus olímpicos lamentos se dejan oír como destellos en boca de algún contertulio que la evoca o la invoca. Durante un instante parecería que aún está ahí, pero se trata sólo de un espejismo del que ya nos separa un milenio. Quizá por eso La Tapadera muy a su pesar está llamada y condenada a convertirse en un clásico…



[1] En todos los sentidos de la palabra.

[2] Requerida por alguna asignatura concreta.

[3] Es decir, algo así como un locutorio de tórculos, que es el nombre técnico de las máquinas especiales para estampar grabados.

[4] Sin estar ya montado, porque era imposible tratándose de algo único e innovador.

[5] Haber ido a la periferia y plantearlo como “nave industrial” en versión artesana pareció suicida, por aislada.

[6] Quien al parecer se negaba a pagar su cuota de comunidad.

[7] Véase108 #9

[8] Véase134

[9] Como las igualas para Agustín J. MEMO y alguna que otra cosa similar.

[10] Y por este motivo me llegó más de un reproche.

[11] También era de ese gremio.

[12] A excepción de un hipotético milagro.

[13] Como solía decir, jugando lingüísticamente con las siglas de Futuros Currantes.

[14] Subvenciones, patrocinios, padrinos, mecenas, blanqueos…

[15]Universitat LLiure de SAmarcanda.

[16] Un amigo bibliotecario que me conocía (desde hacía años)… más que si hubiéramos hablado cada día.

 

 

Sonido

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