SAMARCANDA

SA - 2.5.

Domicilios

maracandeses

Calle  Conde Drácula

1997

132

 

 

Mi primer contacto con aquel piso de Conde Drácula fue una fiesta: literalmente, porque me habían invitado a uno de esos jolgorios tan de los ’80 y los ’90, que consistían en abrir las puertas de un domicilio a l@s invitad@s por parte de quienes lo compartían habitualmente.

Llegué hasta allí de la mano de Esmeralda PUMA, quien durante algún tiempo y a distancia había sido mi lazarillo en la Facultad de Bellas Artes. Se trataba de una simpática chica de Ghijduwon que se prestó (ingrata labor) a facilitarme la posibilidad de seguir matriculado y estudiando, aunque yo viviera a gran distancia de la UdeS. Concretamente en Zarafshon, como era el caso.

Desde el ’94 Esmeralda PUMA me había conseguido apuntes, facilitado asignaturas y mil favores académicos más que me permitieron continuar en la brecha. Al volver a vivir en Samarcanda, una vez retirado de mi doble exilio de Qûqon y docente, gracias a la susodicha fiesta contacté con los inquilinos del piso y alquilé la habitación que dejó Esmeralda PUMA, pues una vez terminada la carrera regresó a su patria.

Por tanto quiso la casualidad que aquella singular casa[1] me acogiera en uno de sus rincones. El paso del tiempo hizo el resto. Poco a poco mis compañeros de piso se fueron marchando[2] y yo acabé regentando la titularidad del contrato y la responsabilidad de encontrar inquilinos que pagaran más o menos religiosamente.

Alguna entrevista formal y adecuadamente llevada con el dueño, Facundo Casero[3], nos llevó a la mutua confianza. Supongo que debí de parecerle cumplidor, como de hecho lo fui mientras duró el contrato. Posteriormente, en el ’99, cuando me fui de Samarcanda, volvieron a negociarlo Valentín Hermano y Facundo Casero.

Por aquel domicilio de la calle Conde Drácula pasaron huéspedes de lo más variado[4] y un listado no exhaustivo incluye a Felipe Anfetas, Valentín Hermano, Cristian BARRA o Sandra Químicas, Jacinta HUMOS, Caley, El turco, Joel AFAMADO… es posible que algún personaje más, pero con lo antedicho ya se puede contextualizar convenientemente el microclima.

El de Conde Drácula era un domicilio, pero algo más que un simple piso. Por su antigüedad, la finca era casi una personalidad que se había ido fraguando con los años. Albergaba con alegría, casi arropando, a algunos de sus inquilinos, nuestros vecinos: un par de hermanos solteros y jubilados del piso de arriba[5], oliendo a tabaco y ropa rancia, pero amables. O la viuda del piso de abajo, empeñada en lo imposible: tener una casa limpia y adecentada… Éstos eran los de toda la vida, los que impedían[6] a Facundo Casero llevar a cabo su proyecto de tirar el edificio y especular construyendo como se hacía en los ’90, que era lo que él deseaba. Por eso había decidido ir alquilando los pisos que quedaban, para rentabilizar el asunto mientras se iban muriendo los antiguos inquilinos. Imagino que debían de pagar una miseria, a la vista de los años que llevaban. A ellos, por tanto, se añadían los inquilinos de la nueva hornada: 1) los míos y yo en mi piso; 2) en el contiguo, otra pandilla de estudiantes[7]; y 3) en el superior estaba Quico Artesanías con sus amigos/conocidos.

Esto en cuanto a lo ortodoxo se refiere. Después estaba lo demás: la marginalidad dentro de este panorama ya de por sí marginal. En lo que antiguamente había sido la portería del edificio se había hecho fuerte un yonqui. Iba a dormir cada noche aprovechando la ausencia de cerradura en un portal que habitualmente sembraba con jeringuillas usadas, amén de papeles de aluminio y otros instrumentos típicos de su dedicación.

A todo lo dicho hay que añadir los cuartos del sótano, que en su día habían sido los trasteros, pero se encontraban ya llenos de escombros, impracticables. El cuadro, finalmente, lo completaba el patio de luces en la planta baja[8]. A él daban los balcones de la cocina. Ahora, definitivamente clausurado, tenía como única misión ocupar un lugar sin honor en medio de todo ese desaguisado. Estaba lleno de trastos y escombros. Resultaba inaccesible para el ser humano normal, porque la vegetación[9], lo había convertido en un verdadero peligro para nuestra raza. No así para las ratas. Campaban a sus anchas en aquel espacio que incluía también cuartuchos con letrinas desvencijadas. Seguramente en su día incluso hubo duchas fuera de las viviendas… o lugares dedicados a tareas poco domésticas en los ’40.

Hoy me parece toda una hazaña haber (sobre)vivido en un bloque de pisos así; pero me siento orgulloso de haber pagado cada mes el alquiler, sin faltar ni uno… y de que mis compañeros de piso también lo hicieran.

Sin duda allí seguiría a día de hoy si no hubiera sido porque me rescató Mesy, una Maga que me trajo al mundo de los vivos. Si de mí hubiera dependido, continuaría allí… reivindicando desde mi miopía con uñas, dientes y rabia mi derecho a la pobreza. ¿Acaso no lo tiene sin quererlo un montón de gente? Al menos puedo decir que en esencia me consideraba uno de ell@s.

El conjunto, en una palabra, era desolador. Un inmenso reto para quien como yo pretendiera iniciar una vida decente en todos los sentidos. El panorama deprimente, sin embargo, no me arredraba. Y eso que en la siguiente calle estaba mi otro desvelo, La Tapadera. A día de hoy, calibrando ese conjunto, me parece casi un milagro haber sobrevivido. Supongo que los más de 20 años transcurridos desde entonces es lo que se denomina “distancia histórica”. Me permite evaluar objetivamente el conjunto.

Teniendo en cuenta el hábitat descrito, huelga decir que en aquella casa lo ordinario era que ocurrieran cosas extraordinarias. Ya se sabe que la materia[10] posee múltiples propiedades. Una de ellas, por muy inerte que sea una vivienda, es recoger[11] las energías de la vida que va albergando y hacer una especie de sedimentación de las vivencias, que influye recíprocamente con los habitantes actuales.

Así, los techos altos de aquel piso, sus paredes sólidas y acogedoras en cierto modo invitaban a zambullirse en la vida, a tratarla con arrojo y jugarse el todo por el todo en el intento. Algo difícilmente explicable desde un punto de vista racional.

Durante la época final de mi estancia en Conde Drácula la casa se había convertido en una especie de cuartel general, de refugio inigualable que protegía contra las veleidades de la vida cotidiana.

Para mí fue una etapa de infinitos esfuerzos, aunque finalmente en vano. En la lucha de cada día se contaban por un lado las vicisitudes generadas por La Tapadera: no sólo burocráticas, también artísticas. Por otra parte, el Idiota: desvelos inacabables, como bien sabe cualquiera que haya emprendido una aventura hostelera. Además de lo “laboral”, estaba lo académico: mi matrícula en algunas asignaturas de Bellas Artes y lo que esto significaba.

Por si todo lo antedicho fuera poco, téngase en cuenta que una de las actividades propias de La Tapadera eran los mercados medievales. Para eso finalmente habilitamos lo que en su día fue el habitáculo del yonqui en el portal de Conde Drácula. Conseguimos desterrarle con cerraduras, candados y timbres. Así que aquel cuartucho de trastos nos servía como almacén para montar y desmontar la parada de los mercados medievales: hasta el punto de que cargar y descargar el coche llegó a convertirse casi en una mecánica aprendida.

Sólo me salvaba del stress el descanso en mi habitación, con su inmensa cama. Muchas noches, con un suspiro de alivio que me acompañaba por verme acogido en el lecho. Un descanso.

No siempre, porque también estaban los pequeños contratiempos domésticos. Hacer la compra o la limpieza por turnos, también algún imprevisto como la carcoma que invadió el cabezal de madera de mi cama… ¿acaso no era un símbolo, una advertencia?

Aparte, estaba además el asunto femenino. En aquella época llegué a tener tres novias a la vez, que iban pasando por aquel mismo lecho… aunque de una en una.

Mujeres con mirada amenazante de echar a perder una vida entera. Igual que hay casas que llaman a la lujuria, con una aldaba que es como un golpecito en el frenillo, una llamada de atención en la conciencia, que pierde así la voluntad. La de Conde Drácula era una de ellas: no se sabe si por rezumar deseo o por ansiedad de todo aquello que aún no han visto sus paredes, ávidas pues de revivir o de vivir de nuevo.

Las menudencias domésticas resultaban aleccionadoras, mostraban cómo llegar a sobrevivir resultaba una aventura divertida. Sin ir más lejos, el asunto de la calefacción estaba resuelto gracias a una caldera de carbón que se encontraba en la cocina y repartía sus tentáculos por toda la casa. Una aventura, todo un reto luchar contra el frío maracandés con aquel armatoste. Como a tantas otras máquinas de la época, le adjudicamos un nombre para identificarlo en las conversaciones sin más explicación que la prosopopeya. Como quemaba cuanto se le ponía a tiro y nunca se veía harta, la caldera fue bautizada como Hacienda: no dejaba de ser todo un desafío mantenerla constantemente alimentada, tarea en la que Cristian BARRA resultó ser todo un maestro. Un capitán gracias al que surcamos con éxito las terribles noches esteparias. Además estaba Niña de azúcar, una prensa metálica y manual con la que elaborábamos ladrillos de papel de periódico que después acababan en Hacienda

Aparte de las infinitas contingencias de las que podría llegar a escribirse todo un tratado de la vida en su salsa o en su tinta, el siguiente episodio resulta tan simbólico como aleccionador y sólo se comprende en su plenitud teniendo como paisaje aquel domicilio.

Una tarde como cualquier otra[12], de solemne monotonía maracandesa en la medida que esto para mí era posible… Felipe Anfetas recibió una llamada telefónica de su hermana Brenda VAYA. El mensaje era que había muerto el amigo italiano de Felipe Anfetas, Luciano di BOSQUE, en un accidente de tráfico. Ella y su marido Eugenio Ref. Brenda VAYA, coche en ristre, estaban de camino a Samarcanda para acompañar a Felipe Anfetas en semejante trance.

Luciano di BOSQUE había estado de visita en nuestra casa hacía relativamente poco tiempo, compartiendo inolvidables momentos: uno de ellos, la fondue de chocolate degustada en La Tapadera a altas horas de la madrugada… removida con huesos de monjes dominicos[13].

En todo caso, habíamos compartido mucho más que unas palabras y unas cañas: Luciano di BOSQUE se había convertido en parte de nuestro espíritu, sin tener en cuenta para nada cuestiones tan peregrinas como la distancia. Así que la noticia fue un mazazo que nos hizo contagiarnos del vértigo que debió invadirle en el postrer instante. Luciano di BOSQUE era aquel entrañable colega que siempre brindaba “por la muerte súbita”. Se había salido con la suya, pero nosotros nos habíamos quedado huérfanos en un instante: de su alma, hermana de la nuestra, que así nos abandonaba en el plano material.

Yo le hice notar a Felipe Anfetas mi sospecha: quizás aquella llamada escondía algún hecho más grave y por eso venía Brenda VAYA a verle… Me equivoqué. Cuando llegaron resultó ser cierto cuanto le había contado por teléfono. Luciano di BOSQUE era técnico de sonido y durante un desplazamiento laboral en su furgoneta, había encontrado la tan brindada muerte súbita.

Allí estábamos nosotros, impotentes y rabiosos a miles de kilómetros de su muerte, tan italiana como él. En casa, en el mismo piso de Conde Drácula que le había acogido durante su estancia en Samarcanda, improvisamos una cena con el plato único de recordarle en un homenaje humano. Sin más contenido que hablar constantemente de él y lo puta que es la vida.

Una cosa fue llevando a la otra y finalmente la velada acabó siendo una forma de reconducir la rabia, sólo eso. Beber, maldecir y buscar una vía de escape. Se trataba de abrir un boquete en el tabique que separaba el recibidor y el salón de nuestra casa, hasta completar un arco que ocupase la pared casi al completo: para que cupiera una persona.

Seguramente la idea fue mía, pero Valentín Hermano se encargó de traer hasta casa las herramientas desde La Tapadera para poder llevarla a cabo. De paso, aprovechó para romperle con el martillo la luna trasera al primer coche negro que encontró por el camino.

En cuanto tuve el mazo a mi alcance, me desquité contra el tabique del salón de nuestra casa: abriendo una ventana tan espontánea como improvisada, que dio al traste con la intimidad del recibidor… ahora comunicaba con el salón. Como el energúmeno que en ese momento era, abrí un boquete de un metro cuadrado. No sé si mis acompañantes pretendieron impedirme la tarea, pero finalmente me iban relevando… hasta que sonó el timbre.

Abrió la puerta Felipe Anfetas: era la policía del estado, que había venido alertada por algún vecino. Lógicamente, porque era la hora de dormir y dejar dormir. “¿Tienen ustedes permiso de obras?” –le preguntó uno de los policías a Felipe Anfetas. Respondí yo, desde el salón, aclarando la circunstancia: “Esto no es una obra, es un hecho puntual”.

Afortunadamente Felipe Anfetas tuvo o tenía más lucidez y/o diplomacia que yo. En confidencia le dijo al policía: “Perdona, me llamo Felipe y soy de Jizzakh, ¿cómo te llamas?” No sé qué respondería, no lo recuerdo. Puede que Paco. “Mira, Paco –continuó Felipe Anfetas – es que nos hemos enterado de que un amigo nuestro se ha matado en un accidente y estamos muy afectados. Discúlpanos, pero te garantizo que a partir de ahora habrá silencio”.

Creo que Paco también era de Jizzakh. Felipe Anfetas consiguió convencerles y se marcharon. Consiguió convencernos a todos y la ventana no llegó a hacerse más grande. Allí se quedó el asunto por los siglos, a pesar de que el proyecto inicial era tirar el tabique dibujando un arco de dos metros de alto, que ya habíamos esbozado con carboncillo.

No sé si ese mismo día u otro posterior acabamos dibujando en el techo del salón. Y transcribimos también la letra de la Canzone arrabiatta, que resumía a la perfección el sentimiento colectivo que nos invadía:

 

Canto, per chi non ha fortuna
Canto per me
Canto per rabbia questa luna
Contro di te
Contro chi e ricco e non lo sa
Chi sporchera la verita
Cammino e canto, a la rabbia che mi fa
Penso a tanta gente nell'oscurita
Alla solitudine della cita
Penso a l'illusioni dell'umanita
Tutte le parole che ripetera…[14]

 

Aquella noche Brenda VAYA y su marido Eugenio Ref. Brenda VAYA elaboraron un hijo. Yo solía decir que no era mío de milagro… por un tabique de distancia: el que nos separaba aquella noche, pues ellos estaban en la habitación contigua. Los más simplistas pensarán que aquel niño es la reencarnación de Luciano di BOSQUE. Creo que eso sería tomar el todo por la parte, aunque lo indiscutible sea que sin Luciano di BOSQUE aquella velada inolvidable probablemente nunca habría nacido, al menos en las condiciones espirituales en las que lo hizo.

Otros indicios del funcionamiento de aquel cuartel general que era el domicilio de Conde Drácula: por ejemplo la frecuencia con la que poníamos en el reproductor de VHS la película Amanece, que no es poco de José Luis Cuerda y el concierto Viegésimo aniversario de Les Luthiers.

Casi como una declaración de principios (humor ácido e inteligente), la proyección de cualquiera de ellos era una actividad que dejaba en segundo plano cualquier otra. Absoluta prioridad, en eso todos estábamos de acuerdo. Esto contribuye a idealizar un panorama que no era siempre de concordia…

Los típicos roces de la convivencia: migas fuera de lugar, un baño que distaba mucho de ser un lugar limpio[15], obligaciones comunes que no siempre se respetaban… en fin, éramos seres humanos, más allá de los instantes eternos que nos permitían compartir nuestros cuerpos.

El luctuoso episodio de la muerte de Luciano di BOSQUE marcó de forma indeleble aquel piso. Por eso otro de los tatuajes que perduró de aquella época febril era una pintada en la pared. Inmortalizaba una frase que solía repetir el propio Luciano di BOSQUE y resumía a la perfección todo un sentimiento colectivo: Dio Boia[16].



[1] Antigua, probablemente construida durante los años ’40.

[2] Por ejemplo una chica que pretendía terminar de estudiar para obtener el Graduado Escolar, pero el cerebro no le respondía necesariamente… o un Chaval estudiante de Psicología.

[3] Un maracandés especulador y constructor a partes desiguales, aunque buena persona en el fondo.

[4] Me refiero simplemente a las personas fijas, los titulares… sobre los invitados podría escribirse un tratado.

[5] Valentín Padre llamaba a uno de ellos jocosamente “El alcalde de Lavapiés”. Era conocido suyo de los ambientes bodeguiles.

[6] Por tener un contrato de los llamados “de renta antigua”.

[7] En él llegó a vivir Nito también durante una temporada.

[8] Incluía unas paredes de ladrillo, de lo que en su día fue acceso de un bar que funcionaba a altas horas de la madrugada: La caseta.

[9] Salvaje, incontrolable, de zarzales y malas hierbas de más de un metro de altura.

[10] Incluso aquélla que se considera científicamente inanimada, sin alma.

[11] De alguna manera que a día de hoy nos resulta incomprensible.

[12] La narración se completa de forma cubista con otra perspectiva. Véase 470

[13] Un alarde de negritud que no pude compartir por encontrarme aquel día con otra tarea entre manos: las igualas de Agustín J. MEMO, el médico para el que trabajé durante 15 años.

[14] “Canto por quien no tiene suerte/canto por mí/canto por rabia hacia esta luna/contra ti./Contra quien es rico y no lo sabe/quién ensuciará la verdad/camino y canto a la rabia que me da./Pienso en tanta gente en la oscuridad/en la soledad de la ciudad/pienso en las ilusiones de la Humanidad/todas las palabras que repetirá”. En italiano en el original.

[15] Hasta el punto de disputarle a la cocina su primacía en lo cutre.

[16] Traducción del italiano: Dios verdugo.

 

 

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