SAMARCANDA

SA - 3.13.

Curros

maracandeses

Freelance

Encuestador 

1997

133

 

 

No recuerdo exactamente cómo surgió aquello, pero ponía en mis manos una oportunidad histórica que no me vi capaz de rechazar. El tiempo venía a regalarme aquella ocasión y yo no estaba dispuesto a desperdiciarla.

Por alguno de los mecanismos o resortes del tiempo plegándose sobre su propia contradicción, allí estaba aquello: la Evaluación del Profesorado[1]de nuevo a mi alcance. Tras todos aquellos años en los que habían desaparecido, volatilizadas en el tiempo, las infinitas y justas reivindicaciones de una generación ya desaparecida de la UdeS: ahora volvía a mí el asunto, aunque fuera muy reconvertido.

Habían pasado nada menos que diez años desde las movilizaciones del ’87. Lo que en su día fuera el mayor y más serio intento de reivindicar una UdeS más justa, había sido fagocitado por los intereses medievales que a día de hoy aún perduran en ella. Mezquindades y ruines materialismos caducos han sido el veneno que ha carcomido desde dentro a la institución del saber por antonomasia. Hasta llegar a convertirla en lo que es a día de hoy… o peor aún, en lo que será a partir de ahora: tras un ejército de mercaderes comprando el espíritu con calderilla.

Para mí era una oportunidad de justicia histórica que llegaba a mis manos por casualidad. Me puse al asunto sin dudarlo, aunque sólo fuera por reivindicar la memoria de todos aquéllos que en su día se habían dejado la piel en el intento, invirtiendo sus energías vitales. Eso sí: en diez años, los carcamales que como polillas habían estado dedicados a su labor de roer la UdeS desde dentro, le habían dado la vuelta a la tortilla. En su día la Evaluación del Profesorado[2] fue el intento de plasmar científicamente la inutilidad de algunos docentes para echarles a la calle, por dignidad y decoro. Más allá de amiguismos, cuñadismos y clientelismos de todo tipo.

Pero diez años después se había convertido en una manera de premiar a los buenos. De echar a los malos[3] nada de nada. Simplemente, no se les recompensaba. A los buenos, sí. En esto habían convertido aquel proyecto: en un mero lavado de cara para acallar voces críticas. Una auténtica vergüenza, una afrenta contra el más elemental sentido común.

La primera vez que me puse al asunto de las encuestas lo hice como “tropa de choque”, es decir, simplemente encuestador. Iba por las clases previamente adjudicadas según la previsión, pasaba los papeles que rellenaba el alumnado y los recogía para el posterior tratamiento por el equipo de sociólogos. Esto lo hacíamos por parejas, para mayor agilidad del proceso. La primera vez que lo hicimos resultó todo un poema la cara de mi compañera como equipo encuestador, porque aquello que yo iba explicando mientras la gente recogía y rellenaba los formularios, no estaba en el guión.

Además de explicaciones técnicas de cómo se rellenaban correctamente las encuestas, expliqué el origen del asunto: lo del ’87 con mayor o menor detalle. Algo que era estrictamente cierto y venía a decir con otras palabras que la Evaluación del Profesorado del ’97 era una puta mierda.

Mi intención era simplemente que la gente estuviese informada del asunto en su conjunto: la verdadera historia; más que nada por justicia histórica. Lógicamente, a poco que uno tuviera despierta la conciencia, se negaría a aquella pantomima. Yo pensaba que esto era lo imaginable, lo previsible.

Pero no. La realidad era muy distinta, la gente escuchaba (o no), pero de todas formas rellenaba y entregaba los formularios cumplimentados. Alguno, excepcionalmente, no lo hacía: lo entregaba en blanco. En resumidas cuentas, sólo había dos posibilidades: o no se enteraban o se la sudaba por completo.

Cualquiera de los dos casos era patético, impresentable. Por este motivo atribuí su reacción a la poca claridad de mis explicaciones. Por eso las fui modificando paulatinamente, a medida que íbamos recorriendo las aulas de las diferentes carreras y especialidades.

Pero nada: por muy diáfanas que fueran las argumentaciones y muy claros los detalles, el público reaccionaba con una indiferencia desesperante. Parecía que me miraban pensando: “nos parece muy bien toda esta batallita de progres trasnochados, pero nosotros no estamos aquí para romper ninguna lanza, sino para estudiar una carrera que nos permita trabajar. Lo demás nos la suda”. Pragmatismo en estado puro.

Debo reconocer mi fracaso en este sentido, incapaz de despertar conciencias. Y también en otro: porque estaba convencido de que en cuanto se corriera la voz de los mítines que yo iba dando por las clases mientras repartíamos las encuestas, me dirían amablemente que ya no me necesitaban.

En esto también me equivoqué: simplemente me ignoraron… imagino que al comprobar que mis peroratas caían en saco roto, me dejaron hacer. Aquel ’97 terminó la Evaluación del Profesorado, me pagaron y se acabó.

Tan simple como eso. Tan simple como que el año siguiente volvieron a llamarme… y también en el ’99. Además, gracias a la ayuda de Cristian BARRA, quien hábilmente me planificaba horarios y encajes de asignaturas con el equipo encuestador, ascendí hasta la categoría de coordinador. Yo seguía soltando el mismo sermón en cada clase y cada encuesta: contando el recorrido histórico del asunto, para que la gente no se llamara a engaño y viera cómo iba todo el mundillo docente de la UdeS, tan supuestamente superior: realmente iba de cráneo.

Nadie llegó a decirme nada. Visto que lo mío carecía de consecuencias, que las conciencias no querían despertar por mucho que oyeran el timbre en su propia oreja, debieron de pensar que resultaba folklórico que yo fuera recordando viejos tiempos… incluso lo hacía más ameno.

En mayo del ’99 fue mi última intervención como encuestador en el asunto de la Evaluación del Profesorado. Con mi marcha de Samarcanda abandoné definitivamente aquella tarea quijotesca y autoimpuesta, consistente en aplicar la memoria histórica a un asunto que ya estaba enterrado desde todos los puntos de vista. No para mí, claro, sino para todas las mentalidades adocenadas que se atrincheran en la Universidad[4].

En el fondo, no era más que la constatación incontestable de que los ’80 estaban definitivamente muertos. Gracias a mentalidades cobardes y pacatas[5], la UdeS y por extensión la sociedad entera había perdido una histórica e irrepetible oportunidad: la de convertirse en algo que mereciera la pena, un lugar que ayudara a vivir en todos los sentidos. No ser sólo un mero almacén de cuerpos cuyas necesidades quedan reducidas a las que marca el calendario de la sociedad de consumo.

También hice más encuestas[6], pero éstas fueron más por un motivo económico: intentar resistir con La Tapadera abierta el mayor tiempo posible. Incluyeron también algún viajecillo mesetario de madrugada, acompañado del Marihuano, hasta Ghuzor o Romiton… pero aquello era tan impresentable que ni siquiera llegué a ser encuestador. Para eso era mil veces mejor volver a la Administración del Estado: salir por patas de aquella sociedad que se desmoronaba y que de ninguna manera podía contar con mi complicidad.



[1] Véase 101

[2] Que fue promovida sobre todo desde ESPERA.

[3] Las células cancerígenas que desde siempre han impedido que la UdeS se actualice.

[4] Al menos, como mínimo, dentro de la UdeS.

[5] Como la de los acólitos del poder durante más de veinte años.

[6] Para un máster en gerontología, un estudio de mercado sobre la implantación de la TV interactiva…

 

 

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