De rasgos afilados y sonrisa fácil, Anselmo Fin de siglo era un chico de trato agradable y campechano: al menos, cuando las cosas iban bien. En caso contrario, salía a relucir el Anselmo Fin de siglo violento, arisco: la prosopopeya del enfado.

De todas maneras, este individuo repulsivo sólo pude verlo en contadas ocasiones y casi siempre iba dirigido hacia personas extrañas: indeseables de los que tarde o temprano organizan bronca en un bar. Conmigo sólo fue violento el día que le sembré el Fin de siglo con papelitos de confetti, que me sobraron de alguna publicación tras el taladro. En general Anselmo Fin de siglo actuaba con el rol de patriarca del negocio hostelero. Aunque aquel negocio estuviera casi siempre bajo la supervisión de Tina Fin de siglo, dicho rol era indisoluble de su personalidad… la de ambos tres.

Este papel Anselmo Fin de siglo lo compaginaba con su trabajo “de verdad”, que era el mundo de las fotocopiadoras: como currante de trinchera, claro… que Anselmo Fin de siglo en lo de estudiar sólo había llegado a la educación para Futuros Currantes… y en el asunto de la pasta estaba siempre a dos velas.

Aunque tenía buen fondo, literalmente Anselmo Fin de siglo era un peón al servicio del sistema: ingenuamente pensaba ser rico antes de los 35… intuición o sueño que no se cumplió ni de lejos. Al mismo tiempo se burlaba de nosotros, los filósofos, mientras decía: “¿Y tanto rollo para acabar siendo putos profesores de instituto?”.

Pero su carácter irreverente le hacía más cercano, no antipático: en el fondo, nosotros habríamos sido iguales que él en sus mismas condiciones.

Tiempo después perdió el Norte: acabó desfalcando dinero, “en busca y captura” y enrollado con una rusa tras su divorcio de Tina Fin de siglo. Descolocado: lejos ya de aquellas madrugadas de juerga en su piso de casado, haciéndonos unas gambas al ajillo. En sus propias palabras, lo único que sabía hacer “en el rollo este de la cocina”.