Claudio BURRO representaba a la perfección el papel clásico del empollón… sin duda lo tenía asumido e interiorizado desde muchos años antes de llegar a la Facultad. Aunque conllevara el odio visceral adherido gracias a las miradas adolescentes que ya en el instituto le despreciaban, casi siempre envidiosas de lo inalcanzable.

Puede que precisamente por eso Claudio BURRO ejerciera ese rol en la clase de la Facultad desde el primer día. Su apariencia de niño modosito y cara de bueno ya era suficiente para predisponer negativamente al personal. Después, en el trato cotidiano, era aún peor: adquiría la pose de quien está de vuelta, sobrado y elitista… que se cree superior a cualquiera.

Para mí es demasiada casualidad, creo que Claudio BURRO había elegido voluntariamente ser un mártir y sufrir lo indecible. Probablemente porque no sabía hacer otra cosa, educado por la férrea mano de su padre, cuya fama de fanatismo religioso le precedía.

Seguramente en su familia habían construido una personalidad estoica, capaz de superar el hecho de tener un 10 en las oposiciones de Secundaria y quedarse sin plaza, como efectivamente llegó a ocurrirle una vez licenciado. Pero esto no le convertía en un todo-terreno, más bien en alguien universalmente rechazado.

Quizá hacía bien al adoptar ese papel de víctima: aunque injustamente, lo devolvía todo a su lugar natural. Seguro que no habría sabido hacer otra cosa, sólo había que contemplar su actitud: por ejemplo, alargando el gaznate para comerse la guinda del mosto.

Éste era el pensamiento que pasaba por mi mente aquella mañana del ’91, mientras charlábamos en un bar. Más tarde, al llegar a casa, me di cuenta de que había perdido un billete gigante, precisamente durante aquel rato… le di muchas vueltas al simbolismo de los hechos así agrupados. Aún hoy lo sigo haciendo sin éxito, sin llegar a ninguna conclusión clara. A Claudio BURRO no he vuelto a verle más… es posible que aquél fuera el precio (esotéricamente hablando) de librarme de él para siempre.