Ramiro

 Filosofía

  Samarcanda

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Ahora toca hablar de Ramiro Filosofía y su hermana, de cuyo nombre no puedo acordarme. Dos inocencias entre el lodazal de una ciudad intelectualoide y contaminada de ínfulas: Samarcanda. Ellos eran una isla, recién llegados del pueblo con su mirada transparente. Por mucho que nos empeñábamos, éramos incapaces de contaminarles.

La hermana se parapetaba tras un novio-comodín al que nadie conocía en realidad: sólo era un bulto humano que aparecía ocasionalmente junto a las mejillas sonrosadas de ella (tan virgen) y se las llevaba a un ignoto limbo oscuro. Gracias al novio ella se mantenía a distancia de vampiros babosos como yo. Personajes que recorríamos la noche buscando un alma que llevarnos al cerebro. El peso y la presencia de lo onírico como salvación de la previsible y aburrida realidad.

Ramiro Filosofía, en cambio, se zambullía en la noche y las tertulias sin complejos. Siempre con risa diáfana, con gesto noble y amigo. Más allá de dobles intenciones, pero no exento de una inteligencia muchas veces inaprehensible. Darle la mano a Ramiro Filosofía era abrazar el campo y la Naturaleza, reconciliarse con el ganado. Quizás sea obra de la traición de mi mala memoria, pero también puede que de verdad fuese pastor.

En todo caso conservaba cierta inocencia primigenia que ante mis ojos le convertía en una especie de Miguel Hernández redivivo. La chispa de la risa en la mirada cristalina sólo era la antesala de una conversación con diversión garantizada.

Salir con Ramiro Filosofía a tomar cervezas era acortar el tiempo, ver volar la vida.

Creo que nadie supo jamás por qué Ramiro Filosofía empezó a estudiar filosofía. Probablemente algún consejo insensato que siguió y ni él mismo comprendía. Quizá una conclusión aventurada del tutor del instituto, que en su delirio confundió una personalidad obsesiva con la perseverancia en el raciocinio. Lo que los profanos llaman ‘comerse mucho el coco’. Pero una vez tomó contacto con este mundillo cautivador y asesino[1], Ramiro Filosofía ya fue incapaz de sustraerse a una diversión vetada para sus amigos y convecinos.

Ramiro Filosofía penetró en el sesudo círculo mágico del cotidiano suicidio gratuito. Codo con codo fue compartiendo nuestro camino, que ya fue el suyo. Con mayor o menor esfuerzo iba superando los obstáculos que le separaban del título académico. Quizá para su propia sorpresa acabó considerándose capaz de terminar la carrera[2] y hacer que sus padres se sintieran orgullosos.

Entre infinitas ocurrencias etílicas, de Ramiro Filosofía recuerdo especialmente conversaciones de Esquizofrenia entre huevos duros. Seguramente allí mismo le prometí que en mi tesina aparecerían tres palabras que arrancaban su sorpresa por ser trabalenguas y provocación: cabrocojostia, giliputariano y maricojoneta debían haber constituido parte del corpus de mi trabajo de grado. Si no fue así realmente confieso que se debió al olvido, no al temor o a pensar que estarían fuera de lugar en la obra. Sólo hay que mirar la dedicatoria de la misma.

Ahora que ya ha pasado el tiempo y nos han ido cayendo años, ahora que como dicen por ahí ya tenemos una edad… mejor dicho, dos edades: la que decimos y la que tenemos de verdad. No quiero pensar en Ramiro Filosofía como una mota de polvo perdida entre las fauces de cualquier instituto que esté a tomar por culo de todos los sitios. Prefiero imaginarle sucumbiendo al carpe diem en algún accidente de tráfico que al congelar su risa en pleno campo, la inmortalizase como un brindis a la luna.



[1] De neuronas, mayormente.

[2] De obstáculos.

 

 

 

 

Sonido

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