Don Juan
  Samarcanda ´82 ´83 779
             
               

 

Un salvavidas en medio de la tempestad, así se presentaba Don Juan para las almas afligidas que veíamos naufragar nuestras naves en los últimos –postreros– cursos anteriores a la Universidad. O un oasis en mitad del desierto, si se prefiere una metáfora de secano… aunque no sé por qué mi memoria asocia la tortura del latín a la tormenta que amenaza el barco en mitad del océano. Por eso automáticamente viene a mi memoria, hablando del latín y su arduo aprendizaje, un capítulo de alguno de los cursos titulado “Pericula maris” (los peligros del mar).

En medio de aquella estepa que mi cabeza identificaba con papiros amarillos y manuscritos, hablando de batallas tan eternas como olvidadas que habían dado lugar a la “civilización” en la que nací y que a mí me parecía tan poco civilizada… apareció Don Juan como una desesperada tabla de salvación a la que aferrarse para no acabar hundido entre las amenazas académicas que adquirían rostro en la asignatura de latín.

De hecho Don Juan ya había salvado a Valentín Hermano de la debacle unos años antes… así que para mí casi estaba garantizado el éxito: yo sólo tenía que seguir las instrucciones de las clases particulares que impartía aquel cura. Porque era un cura, claro. Aquel colectivo había ostentado consuetudinariamente el monopolio del latín para los ojos del populacho, que era el colectivo al que yo pertenecía.

Sólo años más tarde acabé comprendiendo el valor de las etimologías de las que brotan las palabras: el latín como llave para el conocimiento y la comunicación. A medida que iba adquiriendo esa conciencia me fui percatando de cómo el susodicho monopolio formaba parte del secuestro de la cultura: simultáneamente fui comulgando con el latín al tiempo que me sentía más y más excomulgado de la realidad, aquella sociedad construida sobre mentiras y tergiversaciones siempre interesadas.

Aún hoy continúa así, pero por fortuna me encuentro en otro plano. Las sesiones maratonianas de áridas clases que sufrí con Don Juan, entre conjugaciones y declinaciones, análisis y traducciones… se me hicieron eternas. Alrededor de una camilla, tras unas cortinas blancas que apenas dejaban entrar una luz necesaria para las cabezas que allí nos reuníamos, se lidiaban cada día tareas inimaginables: desde la guerra de las Galias hasta incomprensibles metáforas de la poesía clásica. Por allí pasó de todo, con Don Juan y su infinita paciencia (remunerada, claro) intentando hacernos accesible el conocimiento al grupo de ignorantes que allí nos reuníamos.

Lo cierto es que a fuerza de insistir Don Juan consiguió su objetivo, dado que yo conseguí el mío: aprobar la asignatura que por definición significaba el obstáculo más grande para que pudiera acceder a la UdeS al año siguiente… previo trámite de la Selectividad, claro.

El empeño de Don Juan era conseguir que mi mente funcionara, al menos en términos de un mecanismo lingüístico; lo consiguió. Además empecé a cogerle el gustillo al asunto de las palabras, algo que hasta hoy me dura. Por eso reconozco la inmensa aunque ínfima labor de Don Juan en esa empresa; no puedo menos que guardarle un agradecimiento que –si él supiera cómo se ha convertido en la antítesis de su fe– a buen seguro le arrancaría una maldición… en latín, claro.


 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
Todavía no tienes una cuenta? Regístrate ahora!

Entra a tu cuenta