Manolo

Psicología

 Tûrtkûl

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Manolo Psicología se dirigía a mí en un tono de superioridad cómplice, como si alguna vez hubiéramos compartido algún secreto que nos unía en la intimidad, pero no era así. Simplemente habíamos coincidido en el itinerario de la vida por una de esas casualidades que hacen cruzarse los caminos.

Manolo Psicología fue compañero de piso de Valentín Hermano en Tashkent, la capital de Uzbekistán; algo que al parecer era una especie de hermanamiento superior al genético: sobrevivir entre buscavidas y yonquis otorga, según parece, un conocimiento del otro que está vedado para otro tipo de convivencias.

En una de mis visitas esporádicas a Tashkent, durante mi estancia en aquel piso de estudiantes que era el domicilio de ambos (y alguien más que no recuerdo) conocí a Manolo Psicología. De su actitud se desprendía que haber compartido morada un par de días le otorgaba ciertos derechos sobre mí, o al menos así lo interpreté yo. Porque el hecho de que Manolo Psicología y yo hubiéramos jugado en alguna ocasión a un vídeo-juego de momias y hubiésemos charlado sobre temas más o menos trascendentes, referentes al ser humano… francamente a mí no me parecía especialmente creador de vínculos afectivos.

Con el paso del tiempo me percaté de que Manolo Psicología trataba así a todo el mundo, que aquello nada tenía que ver con que Valentín Hermano le hubiera contado nada sobre mi carácter, como tampoco con que yo le hubiese dado pie a Manolo Psicología para semejantes confianzas. Más bien se debía a que Manolo Psicología consideraba que la gente debía rendirle pleitesía de forma natural, como algo propio de las relaciones humanas en lo que a él, el gran Manolo Psicología se refería. No diré que iba por el mundo de “sobrao”, aunque se le parecía horrores… pero su carácter, propio de Tûrtkûl, hacía que se le perdonara todo… al menos que no se le diera tanta importancia en aquella serie de tonterías con ínfulas que solían llenar su día a día.

Manolo Psicología no me caía especialmente mal, pero tampoco tan bien como él pretendía, con la personalidad que por fortuna tenía (según su propia consideración, claro). Ocurría que Manolo Psicología se quería mucho; no podía evitarlo, pero creo que tampoco lo pretendía… evitarlo, quiero decir.

En todo caso, Manolo Psicología tenía desarrollada una técnica para implicar al otro que era digna de ser observada. Por ejemplo, cuando por motivos de estudio o trabajo tuvo que dejar de vivir con Valentín Hermano, como despedida le regaló a Melissa, una rata blanca (un hámster) de las que suelen usar los psicólogos en sus aprendizajes vicarios… no los llamaremos experimentos por no convertirles en científicos.

El regalo en realidad era una putada, porque llevaba aparejadas las obligaciones de adoptarla y cuidarla: higiene y alimentación, vamos. Pero, ¿cómo rechazar un regalo, máxime si se trataba de un recuerdo de Manolo Psicología? Imposible, claro. Allí se quedó, en casa de mis padres, hasta que murió de forma natural la pobre Melissa.

A mí, aprovechando que –como él– era fan de Les Luthiers, me encargó recopilar toda la discografía y documentales… algo que jamás hice, pero tampoco le negué abiertamente. A Manolo Psicología, en compensación, Dios (si existe) le dio como misión sobrevivir en Estados Unidos cuidando de su hija, que nació con Síndrome de Down. Y es que donde las dan, las toman: claro, que al gran Manolo Psicología seguro que no le importaba y tenía mil mecanismos psicológicos compensatorios.

 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
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