En esta crónica del crepúsculo no sólo se oculta un siglo. Con él van ideas, valores y seres que por un momento brillaron: el esplendor inconsciente de quien cree eterna la dicha de estar vivo. Es infinita la duración de un instante: del ser disfrutando su conjugación, obviando lo efímero de la conjunción astral. La belleza de quien no se piensa hermoso, pero resulta auténtico.

Iré trayéndoles a todos para tejer el tapiz de las delicias, rastreando en mi interior una habilidad que quizá no posea: la de traducir a palabras una instantánea. Infinita y simultánea en el espacio, una vida en el tiempo: la mía.

Jamás lo viví con intenciones de escribirlo, pero por si a alguien le interesare… contaré cómo fuimos y qué hicimos cuando vivimos sin trabas. Una vida tan automática como aquella escritura vanguardista: inconscientemente hizo vida y arte en un esbozo de juventud rebelde. Como una segunda comuna sin barrotes ni asperezas. Podría decirlo de otras infinitas maneras, pero diría lo mismo.

Todo era más rarito, to… do. Resulta difícil comenzar, detenerse el tiempo justo en cada recodo. Con la sensación de desamparo que invade a quien va a entrar en un examen oral o en un quirófano… resulta difícil no seguir la aceleración del recuerdo en las sinapsis, no deleitarse en lo mental olvidando lo literario, no perderse en fonologías atractivas o formalidades estilísticas… También resulta difícil esta especie de “horror vacui” que es no saber estar sin hacer nada.

Comenzaré con lo fácil, vivencias que darían para más de un libro entero. Después seguiremos el hilo en el laberinto, recorriendo innúmeras estancias… como en un zoológico sólo para locos. No pondré en cuestión el teatro, pero sí el mensaje. Por eso pido perdón: por la justicia.

Espero que el lector –en su infinita benevolencia– sepa disculpar el mal funcionamiento de este maltrecho cerebro… las páginas que siguen sólo son una prueba científica de ello.