El despacho

Bar

 

Samarcanda

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435

             

 

El despacho era el típico bareto impersonal. Con un toque ambarino añadido al mobiliario y los neones de la puerta, alejaba momentáneamente la sensación cutre que anidaba en su fondo. Después de todo, como su propio nombre indica, El despacho no era más que un negocio enfocado a suplir una necesidad: la que arranca del tiempo imprescindible de desconexión cerebral para optimizar el rendimiento de la tarea monótona. No lo digo yo: hay estudios psicológicos que demuestran el incremento del rendimiento laboral para las personas con descansos intermitentes… por mucho que les pese a los esclavistas con disfraz empresarial.

Las Administraciones públicas lo saben muy bien, de ahí que lo practiquen a pesar de la mala fama de los funcionarios. En caso contrario el absentismo sería mucho mayor, la frustración personal acabaría desembocando en el fracaso social y laboral.

Por eso El despacho, más que un descanso, era parte del trabajo. Una forma educada y civilizada de explotación como lo son las vacaciones. Con ellas se garantiza que el individuo, salvo contadas excepciones, no podrá escapar de la ratonera: como en la metáfora medieval de L’Isle Adam[1], “la esperanza es una parte de la tortura”.

El cinismo llegaba con el nombre del garito, porque para poder quedar en El despacho, la gente admitía en el subconsciente que el ocio formaba parte del negocio, conquistado ya por éste más allá del origen etimológico[2]. Habiéndole dado la vuelta a la realidad como a un guante, la batalla estaba perdida por definición. El despacho no tenía vocación de esparcimiento, sino de prolongación de la tortura. Su nombre pretendidamente simpático no era más que una parte del recochineo institucionalizado.



[1] De su cuento La esperanza.

[2] Nec ocio -> no ocio.

 

 

Sonido

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