Maravillas

Bar

 

Samarcanda

´81

´99

258

             

 

El camarero era el alma del Maravillas, resumen de la personalidad del bar. Sus ojos saltones y su risa casi permanente resultaban tan amigables como sus cazuelas de champiñones: aunque los hiciera su mujer, porque a él le correspondía el papel de relaciones públicas. Ella era el tesoro en la sombra, como correspondía en aquel universo machista, herencia de otras épocas.

En el Maravillas reinaba siempre un buen humor generalizado que por eso mismo a mí me parecía sospechoso… un poco artificial, como traído por los pelos. Como la sonrisa de aquel hombre.

Los callos también iban al vuelo, como la chanfaina y alguna que otra especialidad apetitosa en la que enjugar los domingos la tortura de la semana, ya lejana. Al Maravillas se iba a eso, a ahogar las penas entre cañas y tapas. La mejor forma de olvidar que todo estaba mal hecho… o al menos, patas arriba.

Allá por el ’80 o el ’81 era uno de los sitios que yo frecuentaba para dar rienda suelta a lo que entonces era una de mis aficiones y dedicaciones favoritas. Las máquinas de bolas tipo petaco, en las que invertía horas y energías en cuanto el bolsillo me lo permitía.

Durante una de aquellas mañanas, creo que eran las vacaciones de final de año, escuché una charla que entonces me inquietó, me resultó intrigante. Un par de clientes intercambiaban opiniones sobre la inminente huelga que se preparaba en el ámbito sanitario. Daban por hecho la repercusión social de la movilización, con gran respaldo del colectivo médico. A mí aquello me sonó a cuestiones extraterrestres, pero sentí la cercanía del bullicio social que era la comidilla de los noticieros.

Quizá fue mi primera toma de conciencia real con el funcionamiento de la sociedad más allá de mis intereses infantiles[1]. Lo cierto es que para mí el Maravillas quedó asociado al doble fondo que convive con la fachada de la sociedad, cotidianamente. De la misma forma aquella sonrisa[2] del confeso devoto de Tashkent que regentaba el bareto, quedó desenmascarada más de un día. Con broncas a los alcohólicos de barrio, habituales… o discusiones por minucias que hacían desaparecer por arte de magia aquel buen rollo tan artificial como volátil.

Sin ir más lejos, todo quedaba bien patente en el momento que aquel hombre entregaba a los clientes el platillo con el cambio, tras haber pagado la consumición correspondiente. Instante fugaz. Era cuando salía a relucir indiscutiblemente aquella sonrisa… que en realidad era un rictus.




[1] Por dónde bajaría la bola o cómo abatir dianas para que se encendiera la especial y así poder cantar partida…

[2] Casi mueca.

 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
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