Pasas

Bar

 

Samarcanda

´81

´84

419

             

 

Aunque estaba relativamente cerca de esa zona mítica que se llama Van Damme[1], lo cierto es que la distancia entre el Pasas y la arteria central de esa procesión permanente era lo suficientemente grande como para que quedase descolgado de su ámbito de influencia. Así que el Pasas sólo era un pequeño bar de barrio, dedicado en exclusiva, como todos los de su clase, a la tarea de la diminuta comprensión cotidiana para los exiliados de su propia vida… en su propia vida. Quienes encarnan ese perfil de persona cuya supervivencia es toda una anónima hazaña de cada día.

Algo así como lo que Unamuno llamó la intrahistoria, pero actualizada a finales del siglo XX. El cliente normal del Pasas era el individuo de clase media cuyo esparcimiento tras la jornada laboral le impelía a recorrer un viacrucis de bares vacíos de todo. Lugares en los que se supone que hay entretenimiento pero sólo albergan pasatiempos. Señuelos que permiten el paso a las horas sin pararse a pensar… porque en definitiva ése es su destino: evitar el pensamiento, pues podría conducir a conclusiones incompatibles con la vida. Al menos en su versión de barrio trabajador.

Para eso el Pasas tenía la televisión-letanía permanentemente encendida, las mesas para jugar la partida[2], el alcohol sin comentarios, las tragaperras como anulación de la conciencia, los comecocos para vagar sin rumbo por circunvoluciones de telarañas… un sinfín de engaños pacatos para mentalidades que no necesitaban anzuelos más complejos.

Yo tendría aproximadamente 16 años cuando empecé a ir con un poco más de frecuencia. Total, estaba cerca de casa de mis padres y era un sitio lo suficientemente tranquilo para emplear horas sin más problemas que sacarlas de algún sitio. Enseguida me hice amigo del hijo del dueño, un chaval de mi edad. Hablábamos de música[3] e intercambiábamos chapas caseras de grupos musicales. Nos las fabricábamos con las ilustraciones que venían en las revistas: carátulas de discos y fotos de cantantes con las que decorar chaquetas o camisetas (alfileres, plásticos y colores; así de sencillo).

Entreteníamos ratos de los fines de semana, en los que yo me hacía una escapada hasta el Pasas con la finalidad de salir de la atmósfera de mi casa. Jugábamos al comecocos o los marcianos[4] mientras hablábamos de tonterías propias de la edad. El Pasas para mí era un refugio, ni más ni menos. En él me evadía del mecanismo académico del Instituto Tele Visión, que sólo me provocaba hastío.

Alguna vez incluso me piré las clases de tardes primaverales. En ellas me podía la pereza de subir al autobús durante el sopor de la sobremesa, para recorrer la media hora que me separaba de la otra parte de la ciudad. Pero quedarse allí toda la tarde casi por obligación[5] era casi peor. Así que fueron tres o cuatro excepciones, pero nunca la norma de mis tardes. Probablemente esto hizo que aquella prueba de fuego para mi voluntad en formación resultara un éxito. El Pasas era un coñazo, a pesar de las charlas con mi amigo y el alivio de librarme de las clases.

Alguna vez también jugué en el Pasas a aquellas tragaperras del bolerín, con un duro que iba rodando hasta impactar con bolos metálicos que daban premio. Ni por esas… el Pasas fue incapaz de engancharme a cualquiera de las tentaciones magnéticas para un chaval de mi edad.

Del alcohol ni hablar, claro. Para mí aún no existía más que como palabra. Todo esto fueron motivos por los que dejé de ir por el Pasas sin mayor remordimiento ni sacrificio. El Pasas desapareció de mi vida más bien como un alivio, como si nunca hubiera llegado a estar. Como un sueño que no se recuerda, flotando en jirones oscuros… telarañas de la conciencia.




[1] Con todo lo que esto significa a la hora de planificar un bar.

[2] ¿Quién juega a quién?

[3] Me parece que le gustaba el heavy estilo Barón Rojo.

[4] Space invaders o Pacman, los primeros que salieron allá por el ’80…

[5] Para evitar que nadie me viera y pudiera delatarme. Estaba en mi barrio.

 

 

 

Sonido

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