El saloon

Bar

 

Samarcanda

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´84

848

             

Aquel garito se parecía a una estación de autobuses, no sólo por tener vocación de lugar de paso, de trámite, sin personalidad propia… también por la decoración infame y sin alma, que traslucía de forma prístina la intención de sus dueños: forrarse a costa de comerciar con el alcohol de escasa calidad (calimochos y cervezas baratas, principalmente) a fin de satisfacer la desmesurada demanda de la legión de quinceañeros que por allí transitaban o se daban cita.

Eso sí, animando sobremanera principalmente con música de moda en la época, el ambiente que se creaba en aquel callejón infecto donde se localizaba El saloon.

El saloon era una esquina de túnel sobreelevado, habitaba en el pasadizo de una comunidad de vecinos que a buen seguro maldecían cada tarde la suerte de encontrarse en el itinerario de aquella procesión de descerebrados con aviesas intenciones hormonales. El destino más o menos encubierto de dicha legión era la disco Naranja y fresa, que se hallaba justo enfrente. El saloon resultaba ser algo así como un lugar de paso, provisional y secundario.

Su nombre corría de boca en boca por ser lugar de reunión, cabeza de puente para llegar a entrar en Naranja y fresa más tarde: algo que muchas veces ni llegaba a ocurrir, más que nada por no tener suficiente presupuesto para poder pagar la entrada. Pero la mera intención ya indicaba una toma de partido, una cosmología en quienes allí se reunían; declaración de intenciones y principios en la que participé durante una buena temporada, con el grupito de La ofi.

Lo cierto es que una vez allí, en la puerta de El saloon, pasaba a un segundo plano la intención primigenia… la disco Naranja y fresa se borraba del horizonte y se acababa gastando la tarde sin salir de El saloon… mejor dicho, sin entrar más que para pedir la consumición. Porque se bebía en la puerta, mirando de soslayo al objetivo al que finalmente se acababa renunciando de manera más o menos explícita con el mismo desdén con el que la zorra denostaba las uvas a las que no alcanzaba.

Al fin y al cabo, teniendo el exterior de El saloon, ¿quién quería el interior de Naranja y fresa? Eso sí: gran parte de las conversaciones mantenidas a la puerta de El saloon giraban en torno a los elementos (tanto masculinos como femeninos, dependiendo de quién evaluara el mercado de carne) que frecuentaban el interior de Naranja y fresa, con lo que esto tiene de frustrante y contradictorio: El saloon resultaba algo parecido a un grupo de gatos alrededor de una pecera.

Un “quiero y no puedo” disfrazado de afición o encumbrado a pleitesía; pero ¡qué suerte!… quizás si hubiera conseguido entrar toda aquella patolea, no habría sabido qué hacer una vez dentro, pues ya estaban acostumbrados a desempeñar un papel secundario en aquel entremés que más bien parecía un pequeño drama doméstico: por no denominarlo esperpento en miniatura.

 

 

 

 

Sonido

ACTIVA EL SONIDO. Estas memorias tienen banda sonora
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