Voy por la calle impecable, estrenando constantemente encrucijada: como si fuera un embajador del diablo, que siempre se aparece en los cruces.

Soy el típico individuo que frente al espejo se ve ajeno. Al mirarme la cara, siempre la veo por vez primera: no me conozco ni de lejos. Me asustan las facciones que tengo enfrente, son como una amenaza de futuro indeciso, pero cierto: la degradación. Sin embargo, me reconozco en ese extraño que investiga mis rasgos desde allí… quizá sea yo mismo más joven, pero no me recuerde así porque los años van haciendo mella en mi memoria.

He cambiado tanto desde que la imagen salió de esa estrella… cuando me la devuelve el azogue, han pasado milenios-luz o años-sombra, sin duda.

Miro sus rizos risueños, el gesto de comerse el mundo que ostenta ese pimpollo… casi envidio semejante desparpajo, que ostenta aun sabiendo que le investigo. ¡Qué impertinencia, qué desfachatez la de la juventud en ciernes! Me pregunto por qué viene a mi espejo, quién le ha dado vela en este entierro… cómo se quita las arrugas cada vez que vuelve a verme… Me pregunto tantas cosas que me parece vivir un sueño: el de la infancia rediviva, preguntando a diestro y siniestro.

¿Pero es que aún investigo? ¿Serán bolsas de curiosidad mis ojeras? Acaso en mis surcos acumule impares dudas y certezas.

Sube la mano, indolente… como si quisiera acicalarse para ir a conquistar el mundo entero. Yo le miro desde el escepticismo, pues me resulta increíble que en mi interior haya un individuo que tienda a lo donjuanesco. Quizá sea mi otro yo: el que tengo arrinconado más allá de la trastienda… en el rincón desde el que miro cada tarde el crepúsculo verde.

Entre su maquillaje rosado me parece descubrir una brizna de acné: sin duda es coqueto como un viejo venido a más. Ahora veo que se trata sólo de un espécimen de flirteo, algo así como el diseño de un muñeco que hiciera mi subconsciente, mi yo más ateo.

Soy un superviviente… ¡todos aquí lo somos!