A pesar de ser un veinteañero, Pepito conservaba intacto el gesto triunfal y comedido del infante tras la travesura. Mezcla de complicidad y satisfacción, como el niño que se siente orgulloso de una trastada por haber conseguido realizarla, pero al mismo tiempo adivina próxima una reconvención social que le atormenta por las consecuencias… aunque eso no le impele a seguir las normas.

Pepito tenía la mirada huidiza de quien está dispuesto a salir pitando en cualquier momento. Quien se siente descubierto… sólo por su miedo a serlo realmente. Sí que estudiaba una carrera, que pretendía ser el día de mañana un hombre de provecho. Pero mientras tanto capeaba el temporal intentando prolongar, aunque sólo fuera en la risa y en la juerga, una infancia ya convertida en juventud y que amenazaba con seguir creciendo.

Era íntimo de Nito por proceder ambos de Jizzakh. Cuando hablaba de Pepito la cara de Nito se iluminaba con una especie de admiración por quien sabe desenvolverse en la vida. Pepito era lo que se llama normalmente un tío tremendo. Imaginativo para elucubrar formas de rizar el rizo. Uno de esos individuos que cualquier día te hace una putada, así como al descuido.

Pepito: ojos claros, media barba y una delgadez sospechosamente nerviosa. La primera intuición era que resultaba más conveniente ser su amigo que lo contrario. Transmitía la impresión de no tener escrúpulos a la hora de la venganza, pero estar más interesado en la risa y la juerga. Y si podía ser con compañía femenina, mejor. La imagen más adecuada para resumir la personalidad de Pepito es la de un tipo metafóricamente resbaladizo. Capaz de imaginar mil formas de escapar de cualquier recipiente, por muy socialmente aceptado que éste sea.

Aunque lo intento, soy incapaz de imaginarle con trabajo fijo: ya maduro y la cabeza bien sentada. Más bien su figura se me aparece como provisional y desleída. Como si trabajara a comisión, de timador o buscavidas… pero nunca funcionario.